COMÚN VIBRÁTIL Y MUSICALIDAD COSMOPOLÍTICA
Apuntes en torno a ¿Cómo salvar lo común del comunismo?, de Érik Bordeleau, por Iván Torres Apablaza
(Publicado originalmente en CARCAJ. Flechas de sentido)
¿Es posible salvar lo común del comunismo? Más aún: ¿es posible salvar lo común de la política misma? Érik Bordeleau responde afirmativamente a estas inquietudes con un gesto que desborda los marcos tradicionales del pensamiento político, al recuperar la dimensión sensible y afectiva de la existencia como condición para una nueva imaginación de lo común. En ¿Cómo salvar lo común del comunismo? (Editorial Cactus, 2025), Érik no propone una crítica más al comunismo como régimen político o a las experiencias socialistas europeas del siglo XX; más bien, diagnostica la captura de lo común por parte de las grandes abstracciones políticas modernas que han extraviado el significado sensible, impersonal y transindividual del estar-en-común.
Desde las primeras páginas, el ensayo esboza una profunda crítica a la política como aparato técnico de programación de la vida. La política –toda política, tal como lo exhibe su desarrollo moderno–, se despliega como una tecnología de gubernamentalidad, vale decir, de gestión económica de cuerpos y poblaciones. En este punto, aunque de manera oblicua, Érik recoge una advertencia foucaultiana[1]: la izquierda no ha conseguido inventar una gubernamentalidad propia. En su lugar, ha replicado el paradigma político moderno de acuerdo a su conformidad con un texto –o a una serie de textos clásicos–, y una Idea (cuestión que delata no solo su herencia platónica sino hegeliana, como vocativos del fundamento absoluto de la Verdad), creyendo fundar apuestas alternativas, sin haber advertido ni decidido por sus herencias.
Aunque el ensayo no expone una arqueología de lo político ni pretende hacerlo, también sugiere una clave de lectura que proyecta el problema de la herencia o aquello que Hannah Arendt denominó la tradición de pensamiento político, hacia una procedencia más arcaica: la imantación de la política y la antropología. ¿Por qué es importante subrayarlo? No solo porque el pensamiento crítico y la política fundada en nombre de lo común, no ha conseguido encarar decididamente este problema, sino también porque la antropología es una relación de dominación sobre el conjunto de la existencia terrestre y la modernidad –aquel acontecimiento en el que técnica y capital componen un agenciamiento sin precedentes en la historia de la vida humana–, la experiencia de su consumación. Es por ello que el gesto que atraviesa este ensayo es el de una destitución: deshacer la forma política de lo común tal como se ha formulado en la historia reciente, para dar lugar a una política que no se autoriza en una Idea, una identidad o un nombre propio, sino en la experiencia vibrátil de un mundo vuelto inmediación planetaria.
Uno de los problemas cruciales desarrollados a lo largo de este libro y que me han llamado profundamente la atención, es el ingreso con el cual Érik interroga la posibilidad de lo común. Lo que es posible hallar en estas páginas es una concepción transindividual que habilita un pensamiento ecológico. O, dicho de manera más directa, pensar lo común como el vocativo de una ecología: un común sensible, expuesto a la complejidad cosmológica.
Si toda política ha sido hasta ahora una antropología, una forma de inscribir un modelo de lo humano sobre el fondo indiferenciado de un mundo, ¿cómo salvar lo común del comunismo? La apuesta de Érik, intenta comprender lo común como aquello que precede, desborda y desactiva toda metafísica del sujeto, ya sea en la forma de una naturaleza humana, una programación social, una comunidad esencial, un orden jurídico o una determinada forma económica. En cambio, de lo que aquí se trata es de un común inapropiable, porque arruina toda tentativa productiva e instrumental de lo común. Contra esta perspectiva o incluso, actitud –porque se trata de un problema que no comienza en el tiempo que hemos abandonado, sino que procede de un modo de relación mucho más arcaico que la política misma: la producción disociativa de una naturaleza y una humanidad–, Érik recoge las intuiciones de Giorgio Agamben y su noción de inoperancia: des-obrar, volver inoperantes las obras sociales de la economía, el derecho, la religión, para abrirlas a otros usos, esto es, a formas de relación no apropiativas, no fundadas en una voluntad de poder extremada como voluntad de dominio, de las cosas, los cuerpos, la materia, lo viviente. Un gesto tal de pensamiento desactiva toda tentativa por pensar una política como gestión racional, abriendo la posibilidad de imaginar lo común como experiencia de resonancia, de afinación afectiva entre seres: apertura, sensibilidad compartida, un estar expuestos los unos a los otros.
Este común afectivo o sensible –según la expresión de Érik–, no es un contenido, sino una intensidad. No es algo que se posee, sino una experiencia de ser afectados, de vibración entre las formas de vida planetarias. Por eso, no se pregunta “¿qué hacer?”, al modo leninista, sino cómo habitar, cómo sostener una forma de presencia en la Tierra. El cómo de un modo, de un conjunto de prácticas. Una ética como nuevo tipo de conciencia ecológica para orientarnos “hacia un lugar oscuro y resonante donde miles de cosas se entrelazan para existir” (p. 11).
En términos filosóficos, me parece que una de las formulaciones sugerentes de este ensayo, reside en intentar trazar un diálogo entre las dos actitudes filosóficas más consistentes respecto de lo común en el debate contemporáneo: el comunismo existencial y la ecología de las prácticas. La primera, inspirada en la filosofía de Jean-Luc Nancy, piensa lo común como política extática y apertura a lo sensible, como presencia sin representación, porque vibra con el mundo, no con la Idea ni el concepto. Por ello es estética antes que lógica. La experiencia que hemos hecho de un planeta sin mundo y de mundos sin planeta, nos demuestra la extenuación, el hastío, pero también la impertinencia de continuar monumentalizando la lógica (¿Hacia dónde nos ha conducido la imagen del progreso de la razón?, ¿la verdad de la razón moderna no ha sido acaso la Era Atómica y los campos de concentración?, ¿no es en nombre de las “buenas razones” que se hace la guerra?, ¿no es en la razón que se funda la separación disociativa humano/naturaleza que autoriza jerarquías y una voluntad humanista de dominio sobre la Tierra?. En filosofía, la mayor parte del tiempo la razón se legitimó como exorcismo del cuerpo, de las pasiones, los afectos, bloqueando la posibilidad de pensar los campos de fuerzas que nos constituyen, vale decir, de un pensamiento crítico). Lo que el comunismo existencial activa como posibilidad en este ensayo, son experiencias de inmediatez de lo sensible, unas formas etopoiéticas y psicosomáticas indeterminadas de lo común y lo político. Dicho de otro modo: la apertura de una interrogación ética sobre nosotros mismos como modos de existencia planetarios: ¿cómo llevamos nuestras vidas?, ¿cómo nos relacionamos con otras formas de vida?, ¿qué responsabilidad tenemos como especie frente a los desafíos planetarios de un común que exige la consideración diferenciada de escalas, allí donde ya no es posible pensar en clave humanista sino ecológica?
Entretanto, la ecología de las prácticas, inspirada en los trabajos de Isabelle Stengers y Bruno Latour, busca la composición de mundos divergentes, sin reducirlos a una lógica de subsunción, ni a una forma de equivalencia general, es decir, una cosmopolítica para mundos “oscuros” donde no hay consenso ni reconciliación posible. Si el modo de enfrentar este desafío es aquel de la modulación de un estilo o modo de existencia, ¿cuál es el lugar aquí de lo que tradicionalmente hemos llamado cultura?, ¿cómo desplegar una pragmática –también un pensamiento– en que cultura no constituya tan solo la experiencia exclusiva y excluyente de lo humano, una cultura planetaria como modo de habitar la Tierra y su cuidado?, ¿qué desafíos existenciales podría plantear esto para formas de vida y ecosistemas inconmensurables? Se trata de preguntas y problemas que de algún modo pulsan en el ensayo de Érik, tras las figuras y tradiciones filosóficas que convoca.
Respecto de estas dos actitudes filosóficas, el lugar en el que se ubica este ensayo es el de un “justo medio”o medialidad, porque se trata no tan solo de problemas por pensar, sino de algo que hay que hacer, pero no en el ámbito de la tekné, sino en aquel de la poiesis, como un conjunto de intervenciones éticas dirigidas a los circuitos colectivos en que nos individuamos, así como a las relaciones que modulamos con la existencia planetaria. Provisto de este gesto de pensamiento, el ensayo reubica el problema de lo común en el escenario de las formas de vida para percibir así un mundo poblado, no de cosas, sino de fuerzas, intensidades, no de sujetos, sino de vínculos, o relaciones afectivas: procesos, relaciones, acontecimientos son las claves con las que podría leerse aquí una política de lo común sensible, recusando así toda metafísica del ser-en-común. Ciertamente Nietzsche y Spinoza, antes que Hegel o Kant; estética de la existencia antes que lógica conceptual. En palabras de Érik, lo político se entiende aquí como “un grado de intensidad dentro del elemento ético y el comunismo como una disposición a dejarse afectar por aquello que circula entre los seres”, allí donde el ser humano deja de ser una superficie de inscripción (tabula rasa) y la materia un lugar de composición técnica (ontología de la producción) en la forma de una “política total”.
Mientras el comunismo existencial apuesta por un ser-con que vibra en la inmediatez, sin mediación institucional ni voluntad organizadora, la ecología de las prácticas se interesa por el problema de la coexistencia. La tensión entre ambas perspectivas, desde luego no se resuelve, pero sí se articula en torno a una pregunta compartida: ¿cómo relacionarse con lo común sin pretender dominarlo? La respuesta es siempre estética, pero más precisamente, musical. Porque se trata de escuchar, afinar, resonar, pero también de algo así como una armonía donde hay junturas, encuentros, mas no suturas; también contrapuntos, diferencias de notas y ensambles melódicos. Un común musical que no solo concierne a las vibraciones sonoras, sino a la danza que es encuentro de aquello que difiere, al con-tacto de singularidades que resuenan unas con otras –y frente a otras–con sus propias potencias vibrátiles. A fin de cuentas, una sensibilidad que implica “tomar en cuenta la posibilidad de una afinación contextual de alcance cosmopolítico” (p. 129).
Érik lo ilustra en su ensayo recurriendo a la imagen del tiro musical en la China antigua —una práctica ceremonial de afinación entre cielo y tierra—, al funcionar como símbolo de esta nueva política: “En la Antigüedad, cada cinco años se llevaban a cabo concursos de tiro con arco que reunían a todos los nobles de la corte. Durante estas competiciones, la prueba más importante era el tiro en música: esta consistía en acertar en el centro del blanco en el momento justo, esto es, en el momento preciso de la melodía marcado por el sonido del gong. Aquel que tenía éxito, no solamente en dar en el blanco sino sobre todo en insertar su tiro al ritmo de la melodía, demostraba así que era apto para gobernar. Considerado de este modo, el «justo medio» no es simplemente una noción geométrica, sino un espacio vibrátil” (p. 128). Una política de la escucha, del gesto justo, del kairós. Afinar, en lugar de producir; resonar, en lugar de gobernar.
¿Por qué algo así constituiría la experiencia política de aquel común sensible que intenta pensar este ensayo? Me parece que una respuesta posible se advierte si comprendemos lo político como campos de fuerzas, relaciones entre elementos que se mantienen a una distancia lo suficientemente próxima para conseguir efectivamente resonar, afectarse entre sí, al componer agenciamientos, potencias de potencias que al mismo tiempo no obstaculizan sus despliegues singulares, sino que los habilitan. Tal vez así podría releerse en clave ecológica la conocida fórmula de Marx contenida en La ideología alemana: la posibilidad de que “pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos” (p. 29). Pese a que la imagen se encuentra sobrecodificada de humanismo, es posible oír con una “tercera oreja” el plano cosmopolítico de su emplazamiento: aquel de una forma de vida que ya no se encuentra constreñida por otra, ni establece el horizonte normativo de toda experiencia. A fin de cuentas, un “comunismo” donde lo común se juega en la posibilidad del encuentro-desencuentro de singularidades vibrantes que pueden determinar sus propios circuitos afectivos.
La política que Bordeleau imagina —y que quizás ya acontece— no es representativa, ni deliberativa, sino pragmática. Una política que brota de las prácticas afectivas de una multiplicidad de formas de vida. No ya una racionalidad política, sino una estética de la existencia: “Una posibilidad telepática de comunicarse y comprenderse directamente a través de los sentidos, sin pasar por la palabra” (p. 144). Es en esta zona de diferenciación donde las formas de vida resuenan como dimensión política. No como trascendencia, sino como apertura radical a lo impersonal, a las fuerzas y conflictos que circundan la vida común de los seres terrestres.
Por ello, ¿Cómo salvar lo común del comunismo? es un ensayo que se lee como una invitación a reconfigurar nuestra sensibilidad política. No busca fundar un nuevo orden, sino liberar la experiencia de lo común de sus capturas ideológicas y dar lugar a la complejidad de la existencia planetaria. Al hacerlo, Érik se inscribe en una línea de pensamiento que no teme acercarse a la espiritualidad, a la estética (el cine y la música), a la vida afectiva, para repensar lo político desde el cuerpo, desde el gesto, desde el silencio. Salvar lo común, entonces, no es conservarlo ni organizarlo. Es dejarlo ser. Es abrirnos a su intensidad impersonal, a su potencia de resonancia, a su capacidad de desprogramar los lenguajes del poder. En ese gesto silencioso y vibrátil, quizás comience otra forma de política. O tal vez, lo que comienza es simplemente otra forma de vida…
[1] Érik conoce bastante bien el trabajo del filósofo francés. En 2018 publica por la misma casa editorial su Foucault anonimato.
Ilustracion: La coronación de Haile Selassie, Etiopia, 1930