CUIDAR A LOS MUERTOS
Una selección de fragmentos de A la salud de los muertos,
de Vinciane Despret
Georges.
Su padre fue quien lo condujo a la estación de tren.
¿Llegaron un poco más temprano? No me sorprendería, si considero los hábitos de esta familia. O incluso me resulta fácil imaginar un pequeño momento robado, de complicidad compartida, lejos de Bertha y de los pequeños. El padre al hijo: “Llegaremos un poco antes”.
El caso es que el tren precedente había tenido un retraso y estaba todavía en el andén. Puedes tomarlo, llegarás más temprano, aparentemente habría dicho Joseph.
Georges subió al tren. Hasta luego, papá. Pórtate bien, hijo mío. Diviértete en el campamento. Cuídate. Las puertas se cerraron, el tren dejó Vilvorde hacia Bruselas.
No sé cuándo supieron la noticia, probablemente más tarde ese mismo día.
Hubo un accidente. El tren había descarrilado en la estación de Schaerbeek. Georges murió.
Toma el tren más temprano, hijo mío.
Algunos meses más tarde, los padres deben haberse abandonado a la tristeza. Uno después del otro, Joseph primero, Bertha después, habrían fallecido. Dejando atrás doce niños, Arnold, Germaine, Cécile, Marthe, Mariette, Andrée, Gabrielle, Félix, Berthe, Suzanne, Raymond, Ghislaine. Raymond, el penúltimo, era el padre de mi padre. Georges, si hubiera vivido, habría sido mi tío abuelo.
Esta historia me la contó mi padre. A menudo. Muy a menudo, de hecho, mucho más a menudo que todas las otras historias familiares que derrochaba. El tren en el andén, la vida que descarrila, los padres que mueren de tristeza, los huérfanos. Toma el tren más temprano, hijo mío.
Por alguna razón, que sigue siendo desconocida, mi hermano y mis hermanas no conocían esta historia –así como es igualmente cierto y misterioso para nosotros que ellos sean depositarios de otras historias cuya existencia yo ignoro–. Sin duda mi padre cultivaba relatos dedicados a diferentes personas. Ahora lo entiendo. Que hoy yo lo releve, es prueba de que se está efectuando un pasaje, de que la transmisión se está efectuando en el presente, bajo la forma de un enigma. A lo largo de este libro, voy a intentar heredarlo.
* * *
Hay que recordarlo: la idea de que los muertos no tienen otro destino más que la inexistencia demuestra una concepción de su estatus muy local e históricamente muy reciente. La muerte como apertura exclusivamente hacia la nada “es ciertamente la concepción más minoritaria en el mundo”. Se impuso con un ímpetu tal que se volvió una convicción oficial para nosotros. El positivismo del filósofo Augusto Comte, quien respalda la desaparición del más allá –para reemplazarla por el culto del recuerdo– fundamentará una versión laica y materialista. Esta se verá reforzada en Europa a finales del siglo xix “en razón del compromiso de los médicos e higienistas con las luchas políticas y profesionales contra las posiciones que ocupaba tradicionalmente la Iglesia ante los enfermos y convalecientes. Si bien hay un trasfondo filosófico, cuyas trazas ya podemos encontrar en algunas corrientes de la filosofía antigua, se trata entonces de un posicionamiento con objetivos anticlericales. Si la muerte es la nada, evidentemente es inútil recurrir a los buenos oficios de la Iglesia para abrirle las puertas del cielo al difunto, o recurrir a cualquier otro pasador religioso”.
Esta concepción oficial se volvió entonces “la” concepción “dominante”, o más bien deberíamos decir la concepción “dominadora”, en la medida en que aplasta a las otras y les deja poco lugar. Síntoma de esta dominación, la teoría del duelo se volvió una verdadera prescripción: “Debemos hacer el trabajo del duelo”. Fundada sobre esa idea de que los muertos solo tienen existencia en la memoria de los vivos, insta a estos últimos a cortar todos los lazos con los fallecidos. Y el muerto no tiene otro rol que jugar más que el de hacerse olvidar.
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¿Qué es lo que vuelve a un muerto capaz de sostenerse? ¿De qué se sostiene un muerto? ¿Cuáles son las condiciones propicias que vuelven capaces a los muertos? ¿Qué tipo de pruebas los fortalecen y cuáles los ponen en riesgo? ¿Qué necesitan? ¿Qué piden? ¿De qué vuelven capaces a otros seres? ¿Qué es constitutivo de un buen medio para ellos y para quienes asumen la responsabilidad de su consumación?
Estas preguntas son cercanas a aquellas que la ecología propone a sus objetos de estudio. Es por eso que yo puedo afirmar que mi investigación concierne a la ecología. La ecología se desmarca de los temas típicamente privilegiados por los científicos porque se pregunta por las condiciones de existencia de aquellos a los que estudia. Para los científicos –explica Isabelle Stengers– la pregunta por la existencia se plantea generalmente, si es que se plantea, en el sentido de: “¿Podemos demostrar que esto (la fuerza de gravedad, los átomos, las moléculas, los neutrones, los agujeros negros…) existe ‘verdaderamente’?” . La pregunta ecológica no es esa. Es la pregunta por las necesidades que deben ser honradas en la creación continua de una puesta en relación.
Por lo tanto, hacer la pregunta por el “medio” es crucial a los ojos de esta investigación. Porque las diferencias entre las maneras de ser, las maneras de acoger las experiencias, las maneras de componer con ellas, se demostrarán fuertemente determinadas por el hecho de beneficiarse, o no, de un medio propicio. Un medio donde el hecho de escribir cartas a un difunto puede suscitar sospecha, desprecio o ironía –o en una versión “tolerante”, sea objeto de traducciones consensuales que escamoteen el sentido mismo de esas cartas– puede resultar muy empobrecedor, incluso pernicioso. La teoría del duelo, por ejemplo, en la medida en que se funda sobre una exigencia de desapego de los vínculos y no ofrece a las relaciones más que el espacio limitado de los psiquismos, puede constituir un medio mortífero.
Pero la cuestión del medio es también una cuestión práctica que, bajo una forma u otra, se plantea siempre para los que quedan. Comienza a menudo con un problema al cual se esforzarán por responder un gran número de aquellos a quienes un muerto deja: ¿dónde está? Hay que situar al muerto, es decir “hacerle” un lugar. El “aquí” se vació y hay que construir el “allá”. Los que aprenden a cuidar las relaciones con sus muertos asumen efectivamente un trabajo, entonces, que no tiene nada que ver con el trabajo del duelo. Hay que encontrar un lugar, de múltiples maneras y en la gran diversidad de significaciones que puede tomar la palabra “lugar”. Antes de ser instaurados, y para que puedan serlo, los muertos deben estar instalados.
La primera pregunta que hacen los fallecidos no se inscribe en el tiempo, sino en el espacio. Es cierto que la cuestión del tiempo es evocada recurrentemente –“no lo veremos nunca más”, “descansa en paz por la eternidad”, “no estará nunca más a nuestro lado”– y que parece que la conjugación en pasado tiene que imponerse. Pero esta cuestión se formula mucho menos seguido, y con mucha menor duda que la de saber dónde están los muertos. A lo largo de nuestra historia no hemos dejado de buscar –y la invención del Purgatorio no es más que un episodio, ya lo veremos– un lugar donde alojarlos, donde cobijarlos, donde pueda continuar la conversación. En todos lados donde los muertos están activos, está la designación de un lugar. Los anuncios fúnebres son ejemplares respecto a esto. Citaré solo dos, recogidos en las necrológicas: “Si mirar para atrás te da tristeza y mirar hacia delante te inspira inquietud, entonces mira a tu lado: estaré siempre ahí”; “No porque parta me voy”.
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En una carta que me envió, Gabrielle me cuenta que perdió a su padre a los quince años. “No hubo ni cruces ni plegarias. Cenizas. Dispersas al azar de las directivas administrativas. Nos creíamos fuertes. Éramos más fuertes que todos esos ancestros que desde siempre le daban un lugar a sus muertos. Nosotros, nosotros hicimos desaparecer la muerte. Sacamos los cubiertos de la mesa. Nosotros lo habíamos amado más de lo que era posible, y ahora lo borrábamos. Porque era la regla implacable del tiempo. Debió parecernos normal. En esa época, y sin saber por qué, cuando vaciamos el armario me quedé con las corbatas. Todas. Con un saco también. Ahora, está claro, lo sé. Los muertos no pueden morir verdaderamente sin pedírnoslo. Era absurdo creer eso. Presuntuoso. Por supuesto que yo todavía tenía necesidad de que me guiara un poco. Incluso muerto. Me rehusé a pensarlo. No quería ni ser débil ni estar loca. Le escribía en secreto. Evitaba mirar al cielo. Me rehusaba a hablar con él. Me llevó un tiempo de locos reponerme. Me hizo falta comprender primero que tenía derecho a estar con él, a pesar de su muerte y mi vida. La primera gran etapa fue, dos años más tarde, encontrar un lugar de retiro. Sí, finalmente hacía como el resto. Iba a conversar con un muerto en su lugar. Ahí donde tenía el derecho de hablarle de su vida y de la mía. Lo encontré. Fue difícil. Hacía falta que viniera del fondo de mis entrañas, y muy rara vez yo había ido ahí. Encontrar el lugar. Lo encontré. Nunca más volví, en verdad. Este lugar es un recuerdo compartido con él. Y ahora, al fin, cuando lo necesito, me inclino hacia ese recuerdo como hacia una sepultura que él habría recuperado”.
“Quienes quedan” llevan a cabo verdaderas investigaciones. Exploran, con cuidado, atención, sabiduría, mucho interés, las condiciones para establecimientos de relaciones consumadas. Crean nuevos usos para los lugares y ensayan en la composición de medios. Aprenden lo que puede importarles a los que ya no están aquí, indagan qué es lo que los muertos piden y cómo responderles. Experimentan las metamorfosis y su ecología. Y, sobre todo, se esfuerzan por estar a la altura de esta prueba difícil que constituye perder a alguien –y aprender a reencontrarlo–.