DANZA Y CONTAGIO GRAVITATORIO
Una conversación con Marie Bardet en ocasión de su paso por México. Por Guillermo García Pérez
De paso en México a principios de octubre, cuando impartió el taller Volverse sismógrafos: investigaciones propioceptivas y archivos, en el Centro Nacional de las Artes, la presencia de Marie Bardet por primera vez en nuestro país fue tan discreta como significativa: implicó la posibilidad de conversar con una de las autoras que están desbordando los campos disciplinares de la danza y la filosofía, para encontrar nuevos territorios de enunciación. Doctora en filosofía y en ciencias sociales, por París 8 y la Universidad de Buenos Aires, ciudad donde vive desde hace más de una década, en 2012 publicó el libro Pensar con mover, traducido por Pablo Ires y editado por Cactus, con quienes también ha comentado volúmenes de Gustav Fechner, Félix Ravaisson y André Haudricourt, entre otros, como parte de la colección Pequeña Biblioteca Sensible. Bailarina, su escritura aspira al movimiento a partir de conceptos como el peso y la gravedad.
Una de las inquietudes centrales que sobrevuela Pensar con mover es la cuestión de la nominación, que supuestamente estaría representada por la filosofía, enfrentada a los procesos dinámicos, propios de la danza. Ahí hay un primer problema que, a lo largo del libro, te encargas de deconstruir o de torcer, como tú dices. Si la problemática no es así de dicotómica, como ya se intuye, ¿cómo puede entonces moverse la escritura?
Sí, lo que apareció con la escritura del libro es esa sospecha de que el problema no es tan simple como el puro dinamismo de un cuerpo moviente y la nominación que vendría a fijarlo. Ahí se fueron ampliando o ensanchando los conceptos, primero porque creo que la filosofía no es solamente una práctica de nominación, mucho menos de categorización, creo incluso que pensar es un acto más ancho que la propia filosofía. Después de Pensar con mover he tenido durante varios años un proyecto de investigación llamado Extensiones del dominio del pe(n)sar, una suerte de efecto del libro, para experimentar hasta dónde llega el pensamiento. En el cruce entre pensar y pesar puede plantearse un modo de rearticulación entre palabra, movimiento, escritura y cuerpo, que sortee o que tuerza una serie de oposiciones, como la de lo fijo y lo que se mueve. También es muy pertinente que lo traigas a la conversación porque creo que hay un riesgo, una tara o una herencia pesada, al acercarse a Bergson (a quien acudo constantemente en el libro), de leerlo como un gran apologista del movimiento en contra de lo fijo. Pensar con mover todo el tiempo está lidiando con ese riesgo de reducir el problema a un problema de movimiento versus fijación. Creo que Bergson dice totalmente otra cosa y también busca constantemente sortear esa oposición. Algunas experiencias de la danza, diría de la política de la danza, parten de un mover permanente y evitan hacer del cuerpo ese cuerpo muerto que habría que hacer entrar en dinámica.
Y en general en el libro hay todo un esfuerzo constante por salir de esas dicotomías simples que pueden funcionar como trampas: no sólo la de lo pesado y lo ligero, lo móvil y lo inmóvil, sino también la de lo real y lo posible. Hay un esfuerzo constante de hacer existir una porosidad para que puedan entrar otras materias, otras sustancias, en donde no se supone que deberían estar. Mi pregunta todo el tiempo es: ¿este esfuerzo implica salir de la dialéctica? Porque no lo dices explícitamente pero se intuye.
No parto necesariamente de una idea como: “voy a hacer un libro con un pensamiento no dialéctico”, me interesa más bien, ya desde el prólogo, la inquietud por lo concreto; encontrar las problemáticas en lo concreto, en lograr enunciar esos problemas. Creo que la mejor arma antidialéctica debe ser Escupamos sobre Hegel, de Carla Lonzi, pero en todo caso lo que me parece interesante es reconocer la cantidad de versiones de la dialéctica que hubo en la historia; ahí sí, con algunas elaboraciones heterodoxas de la dialéctica, puedo reconocer preocupaciones en común. Pienso en el concepto de imagen dialéctica de Walter Benjamin. En ese sentido, me interesa más encontrar tensiones parecidas a lo largo del tiempo que hacer una historia, como de museo, donde yo me posicione en contra de tal o cual cosa.
Sería un poco caer en la misma trampa ¿no?, porque implicaría salir de la dialéctica para entrar ¿a dónde? Tal vez lo que se quiere es distanciarse de ella, abandonarla, no sé, hay muchas otras posibilidades.
Sí, el término que uso (y que los editores del momento me están cuestionando porque, claro, es un verbo del lenguaje coloquial argentino), es rajar: rajar de la dialéctica, que no es lo mismo que posicionarse en su contra, es también deshilacharla. El raje, por ejemplo, es algo que también piensa el colectivo Juguetes Perdidos, y que parte de un motor de enojo, de una rabia al hacer las cosas.
Pero también construyendo una brecha donde quepan otras lecturas, ¿no?
Claro, prestando mucho atención a la hendidura, a la huella que queda en esa hendidura. Que a veces se pone en relieve, pero en relieve negativo. Vos hacés un gesto o emitís una idea, y esa idea deja una huella que no es sobresaliente sino como rasguñada; ahí puedan caber más vidas, otras vidas.
Un poco después del prólogo de Pensar con mover haces un repaso de las concepciones de algunos filósofos sobre la danza. En realidad, no es tanto que escriban sobre la danza sino sobre la bailarina, y no tanto sobre la bailarina como sobre la bailarina de ballet. Es una imagen ya de inicio muy codificada. Al adosarle sus propios deseos a esa imagen prefabricada, para los filósofos termina convirtiéndose, como dices, en una imagen de ligereza. Y tú todo el tiempo intentas traer a esa bailarina de vuelta a la gravedad, para ver en qué otra cosa puede transformarse. ¿Cómo fue tu camino intelectual para llegar a esta idea? ¿Cómo llegaste a las conclusiones de lo gravitatorio, lo material y lo pesado, siendo tú misma bailarina?
Contestando desde el recorrido personal, lo primero a decir es que nunca practiqué danza clásica, o sea, no tuve que deshacerme de un “cuerpo clásico”. Desde joven ya había experimentado cosas de danza contemporánea que claramente decodificaban un vocabulario del cuerpo y pasaban mucho más por cuestiones de sensación y materialidad, de relación material con el propio cuerpo y con el entorno. Después practiqué danza desde la improvisación, formándome mucho con un bailarín que se llama Julyen Hamilton, en algo que llamaba composición instantánea. Estas experiencias, entre otras, como las del contact improvisación, me dieron acceso a prácticas que tenían una relación con la gravedad muy distinta a la de esa imagen de la bailarina ligera. Cuando empecé a leer a esos filósofos vi que idealizaban su propio pensamiento en el cuerpo de una bailarina, una bailarina que además tenía la potencia de abstraerse a través de su elevación. ¿Abstraerse de qué? De las condiciones pesadas y materiales de su cuerpo. Era como un juego de espejos en el que se proyectaba un ideal de un pensamiento sobre un cuerpo que, siendo ligero, lograba abstraerse de su condición de mujer. Era perfecto, cerraba perfecto.
Más que operar una inversión, que implicaba reivindicar el peso, me di cuenta que la trampa era la propia oposición entre leve y pesado; una vez más se trataba de rajar y de no contestar a ese imperativo sino de decir: no, las cosas se reparten de otra manera. Desde la práctica te das cuenta que, después de trabajar, no tienes manera de describir tu experiencia de movimiento ni en términos de levedad ni de pesadez. Que hay todo un campo por inventar, una lengua que logre deshacer el primer paradigma de oposición. Por eso me interesó la idea de gravedad, porque era un lugar de experiencia muy importante, un lugar donde encontraba una técnica y una poética para bailar, y a la vez era un lugar para emprender una disputa dentro de la filosofía, con sus pseudo-objetos de pensamiento. Era una manera de insertar dentro del campo de la danza las preguntas de los feminismos o las cuestiones de género, de lo queer.
Y al entrar en este terreno, con nuevas reglas, y una nueva repartición de lo sensible y lo posible, se reivindican muchas otras cosas que la imagen de la ligereza no permite: huesos, músculos, texturas, articulaciones pero también, por ejemplo, lesiones. No estoy seguro que lo menciones en el libro como un problema a tocar. ¿Qué hay de las lesiones en esta repartición?
Creo que la cuestión de las lesiones aparece justo al final, lo explico como un crujir de un cuerpo que no funciona tan bien. Desde finales del siglo xix hay toda una corriente subterránea que interroga y cuestiona cuáles son los cuerpos aptos o no aptos para bailar. Es una puja permanente hasta el día de hoy: la danza sigue siendo uno de los lugares de mayor disciplinamiento corporal, de ordenamiento, funcionalización y organización de los cuerpos. Por eso mismo creo que es un lugar de palanca, un lugar para dinamitar, para sabotear. Porque a lo largo de la historia de la danza, hubieron artistas y docentes que, justamente, deshicieron la danza, mediante la defensa de la inclusión de cuerpos distintos y no sólo virtuosos, y que además podían partir de la lesión como un lugar de aprendizaje. Es el caso de las técnicas somáticas. Siempre aparece en algún momento la discusión sobre cuál es la competencia, la cualidad, el trabajo, la técnica o el entrenamiento que se busca en el cuerpo para bailar. Es un juego de desandar o deshacer hábitos de perfeccionamiento virtuoso para efectuar un nuevo vocabulario. En ese sentido, por ejemplo, me interesa Loïe Fuller, que era petisa y gordita, lesbiana, con un recorrido en teatro y no en danza clásica, que era ingeniera e inventó un sistema de iluminación; o sea, escapa a muchísimas de las casillas de la imagen clásica de la bailarina. Me parece muy importante hacer partida la historia de la danza contemporánea desde ese momento, desde finales del siglo XIX. Muchas veces se lee a Fuller como una de las pioneras de la danza llamada moderna, en oposición a la danza clásica. Fue recordada posteriormente, por la historia de la danza, como una pionera contra el ballet pero ella ni dialogaba con el ballet, ella bailaba en cabaret, su problema era totalmente otro.
En el capítulo de “Rolar”, mencionas que cuando el cuerpo del bailarín rueda por el suelo todas sus partes cuentan con el mismo nivel de pesaje. Y también mencionas que, a través de estas nuevas formas del cuerpo rodando, se relativiza la preponderancia del rostro o de las manos, las partes que normalmente entendemos como expresivas. Y esto me hace pensar en todas las corrientes de la filosofía y la teoría contemporáneas que están luchando contra el concepto de lo natural, de la naturaleza. Y me preguntaba si quitarle preponderancia o primacía al rostro y a las manos es también una operación de desnaturalización.
Sabemos que la naturaleza es una operación de producción cultural, social, política, histórica, particularmente denunciada en su actividad sobre los cuerpos. Al respecto, me parece que hay dos direcciones posibles: una es la que puede pensarse en términos de desfuncionalización de los órganos; ahí sigue siendo central la piel y el tacto, y la relación de peso también como intercambio de apoyo y soporte. Hay que lograr pensar esa operación al nivel de la materia-cuerpo, sabiendo que esa materia no es un objeto, sino que es relacional; ahí la naturaleza aparece como una operación de encasillamiento de estas relaciones. Uno de los trucos de construcción de este concepto de naturaleza es la idea de una mirada universal que necesita de una organización frontal del cuerpo. Una de las grandes maestras para pensar todo esto es Donna Haraway; ella explicó las dos cosas al mismo tiempo: el oculocentrismo, lo que llama el truco de los dioses de mirar desde ningún lugar, y la ficción de naturaleza. Dona Haraway es la bruja que logra pensar y problematizar al mismo tiempo la cuestión del oculocentrismo y la cuestión de la ficción de la naturaleza. Creo que hay un modo de perder la cara o un modo de salir del oculocentrismo como mirada frontal, focal y central, que no implica cerrar los ojos, o irse de lo visual sino ocupar lo visual, casi te diría hacer una okupa de los espacios de visibilidad y de los modos de mirar en alianza con otro sentidos, ya no sólo con el tacto sino, de forma muy importante, la escucha. Hay operaciones para deshacer la organicidad del cuerpo que desmonta a su vez el oculocentrismo y la ilusión de naturaleza. Lo cual por momentos puede parecer paradójico, porque cuando yo hablo e insisto en la gravedad hay gente que me dice: “Pero entonces, ¿qué? ¿Volvemos a una suerte de estado natural del cuerpo?” No, yo pienso la gravedad como una relación y esa relación se va sedimentando a través de procesos individuales y colectivos.
Me sorprendió mucho leer el concepto de propiocepción casi al final del libro, un concepto que sólo conocía del campo de las neurociencias. En esa parte también hablas de la crítica o de la espectaduría de la danza, del espectador de la danza como alguien que puede tener una especie de contagio gravitatorio con aquello que está viendo, es decir, el bailarín en escena, en este caso. Y para mí fue un gran descubrimiento darme cuenta que puede pensarse la crítica desde la propiocepción, es decir, empezar ese trabajo desde el nivel de involucramiento de mi cuerpo con la pieza que estoy observando. ¿Crees que esto es posible o deseable?
No me gusta hacer programas o recetas de cómo deberían resolverse las cosas. Porque, ¿qué pasa muchas veces? Hay un espectáculo de danza o un proceso político y llega un experto, el historiador, el crítico o el sociólogo a explicarlo. Pero en la investigación situada puede trabajarse desde las prácticas, dar consistencia a un pensar de la práctica, y entonces elaborar una crítica colectiva. Prefiero pensar la crítica como una suerte de entrenamiento de escritura, de hacer circular una experiencia; dejar contaminar y dejar contagiar la escritura y la mirada por los propios movimientos de la danza.
Hubert Godard, un bailarín, pensador del movimiento y ahora terapeuta, habla de ese contagio gravitatorio, pero no desde una condición de empatía, sino como una pelea: la atención se inscribe siempre en la pelea. Porque, por ejemplo, ¿qué pasa con lo que las neurociencias llaman neuronas espejo? En la danza leemos esas tesis y decimos: ¡genial!, tenemos una justificación científica de nuestras intuiciones. Y caemos en una trampa, porque usar el término espejo implica la idea de una identidad. En el contagio gravitatorio no existe un juego de identificación o una armonía preestablecida. El espejo como tal es, además, muy problemático en las salas de danza, porque ¿cuál es el ordenamiento de la forma del cuerpo bailante que impone el espejo? Si las palabras importan, con la idea de espejo estamos perdiendo, no sólo una riqueza conceptual, sino un campo de disputa política. Y entregando algo que elaborábamos así, con las manos en la masa, al modo de conocimiento legitimado.
Hablando de legitimar una práctica a través de conceptos de una “ciencia seria”, seguro ves todo el tiempo que hay autores que se ponen de moda, en este caso en los círculos coreográficos, y de repente parecen pulular piezas que quieren ilustrar sus ideas.
Deleuze-Rancière-Nancy, esa ha sido la secuencia [risas]…Tenemos una gran responsabilidad en cómo hacemos operar los modos de legitimación del pensamiento a través de la filosofía. Es una doble responsabilidad: cómo tomamos la palabra y qué rol damos a la teoría dentro de las prácticas de danza. Lees a Deleuze y, claro, hay un deslumbramiento: “wow, está diciendo exactamente lo que siento”. Ese deslumbramiento es hermoso, ese asombro como primer gesto filosófico, a mí me parece perfecto. La cuestión es que dentro de estos sistemas de producción, la danza sigue siendo o una ilustración o una inspiración para la filosofía. Siguen operando unas relaciones regidas por la dicotomía leve–pesado. Y ahí es donde me parece que hay que tomarse el tiempo, aunque haya menos plata, de hacer emerger la experiencia de ese encuentro: entre una experiencia bailada y una experiencia de lectura se puede elaborar un pensamiento.
También como un contagio gravitatorio, ¿no?
Exactamente, también como un contagio gravitatorio. El tema es que esa relación es, muchas veces, más confusa, o claroscura, y se adapta mal a la lógica de los sistemas de financiamiento, de producción, de circulación y de programación de la danza, se adapta mal al statement, o a la gran declaración, del artista. Eso por un lado, y por otro está el problema de cómo se inserta la teoría dentro de la formación en danza: los cuerpos hacen, hacen y hacen, y después les imparten clases donde leen a filósofos y sociólogos. Muchas veces, además, acentuando esa idea de la gente que baila no sabe leer, no sabe hablar, no sabe escribir; entonces encuentras un filósofo que más o menos esté en sintonía con lo que haces, le extraes una cita y la pones en tu programa. Para pensar esto es muy útil el diálogo entre Deleuze y Foucault en 1972 sobre el rol de los intelectuales; ellos dicen: sólo hay acciones, acciones de teoría, acciones de práctica, que se van conectando en un mismo plano de inmanencia.
Creo que actualmente hay una gran posibilidad de volver a poner en juego ese diálogo, esa relación entre teoría y práctica, con las olas feministas. Quiénes leemos, cuál es la política de las citas, de la edición, quiénes elaboran el pensamiento de los movimientos, cómo nos damos la posibilidad de escribir desde la experiencia sin esperar a que venga la experta a dar su versión de lo que está sucediendo. Creo que estamos de nuevo en una ocasión histórica de dinamitar la oposición entre teoría y práctica. Es un momento muy álgido y muy interesante.
Hablaste del dinero, de cómo algunos procesos más complejos dejan menos dinero. De por sí los bailarines son los artistas más precarios de todos y, por una frase de Pensar con mover, “no buscar evitar el desequilibrio sino situarse en él”, me preguntaba: ¿qué pensarán los bailarines de una idea así?
Este año empecé a leer el libro de Jack Halberstam, El arte queer del fracaso. Halberstam insiste, en consonancia con lo que platicábamos: no es el fracaso en contra del éxito, es rajar de la oposición entre fracasado y exitoso. Creo que hay una manera de pensar el equilibrio gravitatorio como una gran suma de desequilibrios o como un metaequilibrio, una metaestabilidad, que no se da a pesar de los pequeños desequilibrios sino por ellos. Muy distinta a una narrativa como la de la resiliencia, que implica volver al equilibrio después del trauma. Ahora, es muy difícil apropiarse de ese saber o de ese modo de vivir sin caer ni en el romanticismo de la precariedad; ahí está la trampa permanente. Es clave tener instancias de conversación, de pensamiento, que puedan ir y venir de las prácticas a las decisiones políticas de organización, y de ellas a las de repartición de recursos. La danza puede estar en el margen sin reivindicarse como marginal, puede habitar el margen. ¿Cómo lo habitamos y hacemos una morada vivible en él sin entrar u ocupar el centro? Hay otra pregunta permanente: ¿cómo estoy haciendo lo que estoy haciendo? Es una pregunta somático-política. Y, ¿ qué tanto puedo asentar mi modo de organización a partir de cómo estoy haciendo lo que estoy haciendo?