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AGUA Y FUEGO, O AQUAMAN Y EL DRAGÓN

AGUA Y FUEGO,
O AQUAMAN Y EL DRAGÓN

Texto leído por Juliana Fausto en la presentación de La cosmopolítica de los animales, junto a Celeste Medrano y Paula Fleisner, en ocasión de los 20 años de Editorial Cactus

Buenas noches a todas, todes y todos. Buenas noches a quienes me han invitado. Buenas noches a mis queridas compañeras de mesa, que tan amablemente aceptaron la invitación para estar aquí hoy. Gracias a todes por su interés y buena disposición. Voy a operar en el supuesto de que están aquí para vernos y no solo para celebrar.

Les pido permiso para leer, porque así puedo presentar, espero, un argumento más complejo que si me limito a hablar. Para leer, sin embargo, necesito quitarme los anteojos porque tengo lo que se conoce como alta miopía (Thomas Mann describe a Hans Castorp en La montaña mágica, que aparece en una línea de la introducción del libro, como “ein sorgenkind des lebens”, un hijo enfermizo de la vida; en mi caso hija, su delicada progenie, aunque algunas malas lenguas digan monstruosa, como la de Mary Shelley, lo que sería un honor, por cierto). Con anteojos, solo veo de lejos. Sin ellos, solo veo de cerca. Un amigo que también tiene alta miopía y, como yo, rechaza la cirugía, suele decir que podemos elegir ver el mundo de más de una manera, a diferencia de la mayoría de la gente. Nosotros podemos ajustar las lentes de nuestra cámara.

Me hubiera gustado presentarme como la fiera de Copacabana o, mejor aún, bajo el seudónimo Ângela Carne y Hueso, la inolvidable personaje de la película La mujer de todos (A mulher de todos, 1969) de Rogerio Sganzerla. Ser poseída por la genial Ângela/Helena Ignez, “cantante borracha e hipnotizadora fracasada” cuya profesión actual es “stripper internacional”. Me hubiera gustado presentarme como ella, Ângela, “la ultrapoderosa enemiga número uno de los hombres”, para poner un cuchillo entre los dientes y declarar, ojos felinos delineados: “no nos gusta la gente”. Pero como no es de buen gusto hacer eso, empezaré de nuevo. 

Me llamo Juliana Fausto, soy filósofa y nací en la tierra que hoy se llama Brasil, más concretamente en una isla que en el siglo XVI recibió varios nombres dados por los colonizadores. Uno de ellos fue Ilha dos Maracajás (Isla de los Margay, Maracayá, Caucel, Gato tigre o, mi favorito, Mbarakajá, su nombre guaraní), que al mismo tiempo refería al animal Leopardus wiedii -una especie de pequeño felino nativo de Sudamérica y América Central casi en peligro de extinción y población cada vez más reducida-, y al pueblo indígena de los Temininó -como los nombraban sus enemigos los Tupinambá-. La victoria sobre los Tupinambá y la traición contra los Temininó en esta isla en 1567, dos años después de la fundación de la ciudad de Río de Janeiro, son los acontecimientos que consolidan la dominación portuguesa sobre aquella tierra: su primera pacificación (es decir, etno y genocidio). Nunca en mi vida he visto a un gato maracajá/margay, a un Tupinambá (aunque en Bahía hayan regresado a este mundo) o a un Temininó. Por eso creo que siguen todos allí, escondidos, convertidos en otros, enfantasmados, no lo sé… Siempre me han gustado los gatos. 

Esta isla está en la bahía de Guanabara, que, como todo el mundo sabe desde la canción de Caetano Veloso (no sé aquí), Lévi-Strauss odiaba porque le parecía una boca desdentada. El misionero protestante Jean de Léry, autor del clásico L’Histoire d’un voyage fait en la terre du Brésil, autrement dite Amérique (1578) [Historia de un viaje hecho en la tierra del Brasil, también conocida como América], que estuvo en la llamada Francia Antártica entre 1557 y 1558, presenció, para horror de su civilizada sensibilidad, rituales antropofágicos en la Ilha dos Maracajás (que los franceses llamaron Ilha Bela). “No nos gusta la gente”. Cuando el aventurero Hans Staden, a unos 150 km de allí, en 1553, expresó su horror al ver al gran Cunhambebe, jefe Tupinambá, comiendo carne humana con sus parientes después de un ritual –ni siquiera los animales irracionales harían eso, argumentó el prisionero alemán–, Cunhambebe se limitó a responder: “Jaguar-yo. Está sabroso”. Jaguára ichê. Siempre me han gustado los gatos.

Parte de mi familia ha vivido constantemente en esta isla, llamada Ilha do Governador desde el genocidio. Nativos sin tierra, naciones robadas, sofocadas, silenciadas. Hoy son brasileños. No hay nada de extraordinario en esa historia. 

Si me disculpan la deriva por la bahía, pronto anclaré mi barco, esa imagen tan utilizada para describir la política, al menos desde los griegos: es necesario que haya un capitán sabio, un rey-filósofo, preferiblemente (respeto a Paula y a mí), para que la nave siga el rumbo recto del orden. De lo contrario, será consumida por la algazara de quienes no solo están descalificados, sino que descalifican a quienes están cualificados. Un desastre. República, libro VI, v. 488c. Sin embargo, juro que oí otra historia sobre barcos y el mundo que me pareció más interesante. Después de todo, la contaba Aquaman, que sin duda sabe moverse como nadie por los océanos. En 2019, durante un evento de la ONU para los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo, Jason Momoa pronunció un discurso:

He Wa’a He Moku, He Moku, He Wa’a (una canoa es una isla, una isla es una canoa). Estas palabras nos enseñan que todas las tierras, por grandes o pequeñas que sean, flotan en el océano como canoas en medio del mar. Y que nuestro planeta no es más que una isla en medio de un océano de estrellas. La vida en “una hoja una calabaza una concha una red una bolsa un bolso un saco una botella una vasija una caja un tacho. Un contenedor. Un recipiente” tiene recursos limitados.

Aunque en Aquaman (2018, James Wan), la peli, su madre traiciona la especie para estar con su padre, que él sea un bastardo anómalo (síganme, por favor) entre-mundos y que su némesis se presente como un hermano de purasangre, rubio y eugenista, aunque el fondo marino sea deliciosamente psicodélico (para los cinéfilos de guardia, conviene recordar que fue la película favorita de Kyioshi Kurosawa ese año), contrabandeé unas líneas de Ursula K. Le Guin en su discurso, las de las bolsas, porque, allí en el fondo, Aquaman, el de la bella figura y las bellas palabras, como buen héroe, sabe realmente de “esa cosa maravillosa, grande, larga y dura, un hueso, creo, con que el Hombre Mono por primera vez golpeó a alguien en la película, y que después, gruñiendo de éxtasis por haber logrado el primer asesinato genuino, lo lanzó al cielo y, girando, se convirtió en una nave espacial que penetró el cosmos para fertilizarlo y producir, al final de la película, un adorable feto, un varón, por supuesto, a la deriva por la Vía Láctea sin (extrañamente) ningún útero, ninguna matriz en absoluto”.

Curiosamente, aunque Aquaman sea el resultado de la cópula demoníaca entre dos reinos, que haya un simio en la película de Stanley Kubrick e incluso el cosmos, nada de esto tiene que ver con La cosmopolítica de los animales, el libro que espero presentarles hoy.

P.S. Filósofos de renombre me han aconsejado más de una vez que abandone el término política porque quedaría manchado. Desde sus inicios, la política ha sido excluyente, por lo que nuestra tarea actual sería encontrar otros conceptos más inclusivos. Yo pienso lo contrario. Las personas que me han dicho esto son héroes en su campo y siempre fueron capaces de hacer política. Nada en contra de ellos. Pero nosotros, que siempre hemos estado fuera, nosotros, el resto, nosotros entramos porque siempre hemos hecho política, por captura o por creación. Otrxs filósofxs y gente de otras confesiones me han enseñado otras cosas. Incluso que “lo inimaginable es lo debido”. Así que insisto en la política porque creo que ella se debe a los animales de todas las especies, incluida la nuestra. Insisto aunque sea por berrinche. Ursula K. Le Guin tiene un cuento titulado “La regla de los nombres” [The rule of names]. Lo resumiré lo más posible. La historia transcurre en una isla muy tranquila, donde vive un hechicero atrapado con quien nadie se mete. Un día, llega otro hechicero y desafía al primero. Se pelean, se golpean con pases de magia. El desafiante conoce el verdadero nombre del segundo hechicero. Lo enuncia. Cuando se dice el verdadero nombre de alguien, esa es la regla de los nombres, la persona muestra su verdadera forma. El hechicero residente era un poderoso, temible, terrible dragón. El dragón destruye su enemigo y se dirige a la isla para continuar su obra. Conocemos a nuestro dragón, que es mortal pero también maravilloso. No dejaremos que se esconda bajo la apariencia de un pacífico hechicero sin pasado.

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