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EL GATO DE MIL COLAS: ANIMALES, HUMANOS, TIERRA Y SUCIEDAD

EL GATO DE MIL COLAS:
ANIMALES, HUMANOS, TIERRA Y SUCIEDAD

Texto leído por Juliana Fausto en ocasión de la presentación de La cosmopolítica de los animales, en el la Feria del Libro de Flores 2023

Fue un mítico enero, carne y hueso, sangre y leche compostados. Desde la ventana de mi casa un michi, muy chiquito. Atropellado, dejado para morir en la calle en pleno Carnaval. Otros dos gatos muy pequeños, deshidratados, al borde de la muerte, en medio de un bloque de apartamentos, sin madre (¿atropellada, envenenada? Su destino es un misterio). Aún otro gato, fruto de las sobras de una camada nacida en la calle. Una camada atacada con piedras. Me dan el gato sobrante, ese resto de gato, porque tenía el pelo negro, por lo que fue rechazado por los humanos y corría peligro. Los gatos proliferaban. ¿Cuántos más? 

Lucio Fulci, el director italiano de cine de horror, dirigió la peli Un gatto nel cervello (Un gato en el cerebro) en 1990. No la vean si no son aficionados al género, en cuyo caso es posible que ya la hayan visto. Pues bien, he contraído en aquel entonces un caso de gato en mi cerebro, un gato que me arañaba el cerebro, con la pata metida allí, las uñas clavadas en los lóbulos frontales y un maullido constante e interminable en mi oído. No dejaba de preguntarme si la calle había sido pública alguna vez y para quién. 

Lo público es del pueblo, de la comunidad; ¿qué comunidad hemos tejido, se ha tejido a lo largo de los siglos en lo que, colonizados y colonizadores, llamamos de forma diferente pero con un hilo serpenteante, Occidente que aparta a tantos de ella? A menudo se ha dicho que lo peor no es ser excluido de la política, sino ser inmediatamente capturado por ella. Atenas negaba la posibilidad de participación política a todo aquel que no fuera hombre e hijo de padre y madre atenienses. Este es el origen de la polis, del término política. Mujeres, esclavos, extranjeros, animales, por supuesto, todos quedaban excluidos. Esa garra de un antepasado quizá egipcio de los gatos de hoy, atravesandome la masa gris, me obligaba a pensar: ¿en qué nos diferenciamos? Nunca hubo lugar para los animales en la política; en ella tampoco caben todos los humanos, solo aquellos que poseen un más-de-humanidad que los demás, esos siempre comparados con los bichos. Sin alma. Primitivos. Incapaces de pensar. Atrapados en la naturaleza. Capaces de actos incivilizados… ¡Animales!

Los otros-que-humanos no son una cuestión: son pueblos, poblaciones, personas, comunidades, ecosistemas, igual que nosotros, que también somos animales (la humanidad no debe ser comprendida como una distinción o excepcionalidad, solo como una especificidad. Así como hay animales cerdos, animales jirafas, animales orcas, animales hormigas y animales tardígrados, somos animales humanos. Somos maravillosos en nuestras tantas diferencias y también en nuestras células eucariotas y necesidad de devorar a los otros). Pero nuestra tradición también tiende a reducir a los “otros” a “cuestiones”, como cuando se dice “la cuestión indígena”, como si nuestros amigos Avá-Guarani en Paraná a quienes la gente del agro le arrojó pesticidas esta semana fueran una cuestion. Sin embargo, la cuestión de los otros-que-humanos no puede reducirse al plano del derecho, que es una institución creada en este marco político que excluye por captura, o de la ética, que decide arbitrariamente quién participa o no de nuestro “círculo moral de consideración”. 

No tengo ninguna intención de tirar el bebé con el agua de baño, pero, ¿qué sentido hay en empezar con una moral humana preestablecida (desbordante de más-de-humanidad, por supuesto) e imponerla a los otros-que-humanos, o crear leyes según esta moral, que se basa o bien en la piedad o bien en algún cálculo macabro de quién merece más vivir, como hacen tipos como Peter Singer? Todo esto es antipolítica, en el sentido de que es un gran aislamiento o estado de excepción ontológico. Un soliloquio. O, dicho de otro modo, es la política de siempre.

Incluir a los otros-que-humanos en nuestro “círculo moral” no puede referirse solo al contenido, no puede ser una captura. Son las estructuras que deben cambiar y, más que nunca, ante la catástrofe socioambiental que vivimos – no la que viene, una vez que ya ha llegado, la que vivimos ahora y con intensidad en el sur – es necesario darnos cuenta de que existen una, dos, cien mil, incontables políticas otras-que-humanas intragrupales, intraespecies, multiespecies; de que lo que llamamos ecosistemas son formas y experimentaciones políticas (de las que incluso formamos parte y en las que los mismo-que-humanos somos fuerzas destructivas o transductoras); y dejar que “nuestra” política se contamine por esas otras políticas, convirtiéndose e convirtiéndonos en otra cosa, al aprender de ellas. 

La ululación felina a la noche oscura incendia el cielo (y mis sinapsis ya se han ido). Unos dicen que “la ferocidad del jaguar es de origen humana”. Otras, que “las panteras gritan como mujeres”. Como los gatos, mucha gente prolifera en las calles. Algunos saben esconderse y otros terminan mal. Es hora de dos historias callejeras y urbanas. 

Entre 1959 y 1960, se sacudieron los cimientos de la recién construida capital de Brasil, Brasilia. Me imagino que todos los presentes han oído hablar de la ciudad, pero no sé si conocen la historia de su construcción. Desde 1763 la capital de Brasil era Río de Janeiro, que, por un momento, fue también la capital del Reino de Portugal, tras de la huida de la familia real al Brasil en 1808 por miedo a una invasión francesa, lo que provocó la extraña condición de que la capital de un Imperio se encontrara en la colonia… Por cierto, hay una historia, falsa pero muy difundida, de que fue el rey D. João VI el que trajo las palomas a Río de Janeiro para adornar la ciudad, un ave que hoy en día se considera casi una plaga y a mí me parece, siguiendo al filósofo Fahir Amir, una guerrillera urbana, pero esa es parte de nuestra segunda historia. En resumen, Río de Janeiro, ya una ciudad antigua, dejaría de ser la capital de Brasil para dar lugar a Brasilia, idealizada por los modernistas, un símbolo del desarrollo; una nueva ciudad para un nuevo país. Cincuenta años en cinco era el lema del gobierno de Juscelino Kubitschek. Nada modesto (y muy probablemente asesinado por los militares en 1976, pero esa también es otra historia que no está hoy en mi repertorio). 

De todos modos, la ciudad tuvo dos creadores, famosos arquitectos modernistas: Lucio Costa y Oscar Niemeyer, este último un comunista notorio. Aun así, los obreros que construyeron Brasilia, conocidos como candangos, vivían en las condiciones más precarias posibles, hacinados, comiendo comida podrida. Todo esto es normal, dirían los arquitectos años más tarde. Estos obreros convertidos en científicos descubrieron una nueva especie de ratón en las obras. Se dieron cuenta de que no era un ratón común. Y tenían razón. El bicho fue bautizado como Juscelinomys candango, el ratón candango de Juscelino. Estos animales, que vivieron allí por quién sabe cuánto tiempo y con quienes nadie negoció cuando se construyó la ciudad, nunca se les volvió a ver. Se consideran extintos, toda una especie, un pueblo, muerto bajo Brasilia. Por la misma época, los candangos, no los ratones, pero tratados como tales, se atrevieron a protestar contra los contratistas y exigieron comida que no estuviese en mal estado. Era Carnaval y les servían, como de costumbre, comida podrida con trozos de piedra, esparadrapo y otras iguarias. La policía, que era público-privada, fue a detenerlos. Los candangos la echaron. Por la noche, la GEB (Guarda Especial de Brasilia), esa policía, volvió y cometió una masacre. Nunca se encontraron los cuerpos. La memoria que recorre subterráneamente la ciudad susurra entre 30 y 100 muertos. A veces grita más alto. Mucha sangre fluyó allí, empapando la tierra. Los ratones y los candangos, los ratones de los candangos y los candangos de los ratones enfantasman Brasilia hasta hoy.

Una vez, charlando con el gran Ailton Krenak, me dijo que, en aquella época, los Xavante, al contemplar el cielo nocturno, veían aquellas animáquinas insomnes, las luces encendidas todo el tiempo. Observaban las obras de Brasilia por la noche y temían esa nueva especie, cyborg o lo que fuera, que nunca durmiera. Más tarde, conversando con la cineasta Ana Vaz, que nació en Brasilia y realizó una hermosa película muy libre y lindamente inspirada en mi libro llamada Es de noche en América (É noite na América, 2022), me contó que antes de que se construyera la ciudad, se construyó un zoológico para que los candangos pudieran divertirse. Y que, más de una decena de años más tarde, durante la dictadura militar, en 1977, un niño se cayó en el recinto de las nutrias gigantes (o lobos gargantillas o arirays, las Pteronura brasiliensis). Un hombre, se cuenta, entró y lo rescató, pero quedó tan malherido por las nutrias gigantes que murió en el hospital. Era un militar, valiente. Ana también me contó que esa era la historia oficial, una especie de mito originario del primer héroe de la ciudad. Un guerrero (suboficial) enfrenta a las terribles bestias y fuerzas de la naturaleza y se sacrifica para salvar a un niño, esperanza, futuro, representación de la propia ciudad. Pacificar la naturaleza, poblar “el yermo”, sacar adelante a Brasil. Ella me contó también que se narraban otras historias. Que los empleados del hospital decían que el hombre se había metido con una hembra con crías, que suelen ser muy celosas. Y que el hombre se había muerto de una infección contraída en el hospital. Sin embargo, hasta el día de hoy, la gente, incluso crías humanas, van al recinto de las nutrias gigantes (todavía hay arirays encarceladas allí) de ese zoo para gritarles “¡asesinas!”. La ciudad es un lugar triste.

Terminaré con una otra historia, sobre las palomas. Río de Janeiro está llena de palomas. La gente las escupe, las patea, las odia. Cuando era niña, pensaba que eran las criaturas más bellas del mundo, pero con los años fui separada de este afecto porque decían que eran sucias y causaban enfermedades. Entre las muchas cosas que se pueden enumerar sobre las palomas, que solo sobrevolaré, está que mantienen una relación ancestral con los humanos (o la mantenían hasta que fueron descartadas), que son una especie, Columba livia, que vive de tres formas: salvaje, en las rocas, domesticada, como las palomas mensajeras, y sinantrópica/feral, como las palomas callejeras que conocemos en la ciudad. Una cosa que me encanta de ellas es que los machos producen un líquido que popularmente llamamos leche y lo regurgitan para alimentar a sus crías. Ah, y por supuesto, siempre saben cómo regresar a sus casas, un misterio inmemorial –o iniciático– para los humanos. Es este sentido-enigma que les hace tan buenas mensajeras; fueron muy importantes durante el sitio de París y más tarde en la Comuna, así como en la Primera Guerra Mundial. En algunos países hay monumentos a las palomas mensajeras. 

Sin embargo, actualmente las palomas ferales son criminales. Catalogada como un problema sanitario, su principal delito es ensuciar o contaminar la ciudad humana. En “Waste is not ‘matter out of place’” [La suciedad no es “materia fuera de sítio”], rastreando la genealogía de la famosa definición de Mary Douglas de que “la suciedad es materia fuera de sítio” –y su corolario, que “la suciedad no existe como tal” y es ante todo “una categoría sociológica”– lx investigadorx de los estudios de residuos Max Liboiron encuentra su primera expresión en un discurso de 1852 en el que Lord Palmerston, futuro Primer Ministro del Reino Unido, dijo haber oído que “la suciedad no era más que una cosa en el sitio errado” (Liboiron, 2019). Pamerston sugirió entonces sustituir el guano importado de aves (posiblemente palomas) y de murciélagos para fertilizar los campos “por los residuos producidos en las ciudades británicas”, de modo que el “campo purificaría las ciudades y las ciudades fertilizarían el campo” (Palmerston apud Liboiron, 2019). Curiosidades aparte, el objetivo de Liboiron en su artículo es recuperar el sentido del poder subyacente en esa definición. Para eso, es necesario volver brevemente a Douglas. En la introducción a Pureza y peligro, la antropóloga afirma no solo que “la suciedad ofende el orden [mas que] su eliminación no es un movimiento negativo, sino un esfuerzo positivo por organizar el entorno”, y “una re-orden[ación] positiva de nuestro entorno, haciéndolo conformarse a una idea” (DOUGLAS, 2001, p. 14-15) sino, como nos recuerda Liboiron, que “la suciedad no es entonces nunca un acontecimiento único o aislado. Allí donde hay suciedad hay sistema. La suciedad es el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados” (p. 54-55). En otras palabras, donde hay una idea reguladora, un sistema de orden, hay elementos indeseables: rechazo, abyección, opresión según este orden. Es en este sentido, prosigue, cómo debemos entender las palabras de Douglas: “Tal es la razón por la cual, aunque pretendemos crear el orden, nos condenamos sencillamente al desorden. Reconocemos que es destructor con respecto a las configuraciones simbólicas existentes; igualmente reconocemos su potencialidad. Simboliza a la vez el peligro y el poder” (p. 128).

Según esta lectura, dejar tus “zapatos en la cocina” no tiene el potencial de destruir los patrones existentes; no amenaza el orden, pero “los pueblos indígenas que siguen floreciendo y reclamando tierras ocupadas por el Estado son amenazas para el poder establecido. Esta es una diferencia importante” (Liboiron, 2019). En este mismo sentido, plantas hidroeléctricas como Belo Monte, las minas de litio en Jujuy o en el Vale do Jequitinhonha, la perforación de pozos petroleros, el fracking, nada de eso es suciedad, sino la reproducción del orden social. Contaminación, por lo tanto, no es sinónimo de suciedad. Liboiron, retomando el sentido político de la definición de suciedad a través de las relaciones de poder contenidas en ella, piensa qué ocurre en las ciudades actuales durante el Antropoceno. Los inmigrantes, los indígenas, la población LGBTQI+, las personas racializadas y tantas otras minorías, son codificadas como sucias, vistas y experimentadas como tales, porque tienen un potencial disruptivo frente al orden social vigente, del que son objeto. Las petroleras, la industria nuclear, el litio (y su campaña de que es “energía limpia”) y otras tantas, son business as usual

¿Y nuestras palomas? Como dice el filósofo Fahim Amir, ellas se han convertido en parias urbanas, sin hogar, “cuyo guano agresivo corroe los monumentos de la cultura nacional” (Amir, 2020). La llamada arquitectura hostil, como los bancos de Camden, instalados por primera vez en el barrio londrinense en 2012, los pinchos bajo los puentes, los separadores o brazos en los bancos, las barras longitudinales en poyetes y otros que impiden a la población en situación de calle (o a cualquiera) pernoctar o pasar algún tiempo en estos lugares, tienen su contrapartida animal: los llamados picos de… ¡paloma!: espinas en ramas de árboles, aleros de tejados, redes y otras estratagemas que impiden a las palomas y otras aves posarse o anidar. Orden. Limpieza. En la guerra contra los desamados, cuando las ancianas, especialmente las de clases sociales desfavorecidas, otras olvidadas por la sociedad, alimentan a las palomas, son desordenadoras: ¡abuelanarquistas contra el orden imperante!

Cada vez me parece más claro por qué se odia a las palomas, se las considera sucias, vándalas sin redención, ratas con alas. Porque son buenas, como otros sucios, para escupir. Las palomas actúan en el corazón de la urbe, resisten al logro del sueño de una ciudad plenamente humana. No se esconden en las sombras, sino que vienen entre nosotros a comerse nuestro orden-asqueroso a la luz del día, entre la multitud. Ellas figuran la diferencia entre suciedad y contaminación en sus propios cuerpos lastimados, mancos, débiles, mutilados y, al mismo tiempo, tremendamente generadores y alados (hay millones de palomas en la tierra como en el cielo). Darles de comer es un acto de guerrilla.

Referencias Bibliograficas

AMIR, F. 2020. Being and Swine. Trad.  Geoffrey C. Howes e Corvin Russel. Toronto: Between the lines.

DOUGLAS, M. 1973. Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Trad. Edison Simons. Madrid: Siglo XXI Editores

LIBOIRON, M.. 2019. “Waste is nor ‘matter out of place’. Discard Studies, 19/09/2019. Disponible en https://discardstudies.com/2019/09/09/waste-is-not-matter-out-of-place/

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