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PROSCENIO Y TELÓN DE FONDO

PROSCENIO Y TELÓN DE FONDO

Prólogo a La conspiración de lxs niñxs, de Camille Louis (Editorial Cactus, 2023)

Es jueves 15 de agosto de 2019. Cerca mío, sobre la isla de Eubea, arden centenares de árboles desde hace dos días. La tragedia que ya había incendiado toda una zona situada al este de Atenas, más o menos para la misma época el año pasado, parece repetirse más al norte. Esta vez no hay muertxs, pero son destruidas múltiples formas de vida. Vidas animales, vegetales, pero también vidas de las memorias y de las fábulas que habían enganchado, en las ramas de esos pinos ahora desaparecidos, recuerdos y leyendas. Los seres humanos son salvados, pero todo un poblamiento del mundo queda hecho cenizas.

La urgencia impone que nos concentremos en la extinción rápida de las llamas. Los bomberos, la policía, las fuerzas armadas, la defensa civil griega, se movilizan. Se lanza un llamado a la solidaridad europea y ya se envían aviones desde Italia y España para “salvar a la isla de la catástrofe”. Esta veloz intervención da prueba de la eficacia de los nuevos “planes de urgencia” lanzados por la Unión Europea para “luchar contra las catástrofes naturales”. Constituyen un elemento central del programa del ex presidente Junker para “una Europa que protege”. La solidaridad que pone de manifiesto este programa en tierra y aire es aclamada, mientras que la que se aventura a los mares sigue siendo criminalizada. Poco antes, en el verano, la capitana del navío Sea-Watch, Carola Rakete, era detenida por las autoridades italianas por haber atracado a la fuerza en Lampedusa para que pudieran desembarcar lxs cuarenta migrantes retenidxs a bordo por diecisiete días. El bosque se quema, el cielo está lleno de humo, el mar tapiado, pero Europa se solidarizó con la ayuda de las fuerzas del orden: policía, autoridades, ejército.

Un poco antes, en la primavera, un incendio de otro tipo había personificado a la “Europa protectora y solidaria” y su mundo. El 15 de abril, ardía la catedral de Notre Dame de París, “auténtico tesoro de la humanidad”, como había subrayado el presidente norteamericano Donald Trump. Se generó una solidaridad internacional casi inapelable, encarnada tanto por mensajes compasivos como por donaciones y ayudas financieras muy concretas. Mientras que la ciudad de París contribuía con un monto de 50 millones de euros, el Fondo de solidaridad de inversión interdepartamental de la Isla de Francia agregaba 20 millones, y múltiples ciudades y colectividades se organizaban en Francia para centralizar las donaciones, en un lugar lejano se creaba el Fondo de solidaridad quebequés para la catedral de Notre Dame, y en el Parlamento Europeo de Estrasburgo una urna “se había puesto en la entrada del hemiciclo para recolectar donaciones de los eurodiputados”.

La urna es un objeto extraño. Receptáculo multifuncional que usan nuestras sociedades para recolectar tanto las boletas electorales, los billetes, como las cenizas de los difuntos. La tríada mágica que la anima, que une política, economía y gestión de la muerte, no se escinde tan fácilmente. Una función esconde o convoca siempre a las otras. Al impulso político que debería dar la colocación de la urna en el seno del Parlamento Europeo, responde la función económica. Lxs eurodiputadxs depositan cheques y billetes; los Estados miembros son invitados especialmente por el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, a formar parte del proyecto de reconstrucción, mientras que el Banco Central Europeo promete una importante contribución financiera. La urna está que explota, pero su tercera función no siempre aparece. Apenas visibles, las cenizas son aplastadas por los dos pies bien plantados de la solidaridad económico-política de Europa. No siempre se habla de lxs muertxs. Por otra parte, no hay ningún muertx: aquí también, se trata de madera que se hace humo. El armazón de la catedral, que era llamado “el bosque”, ardió y arrojó al cielo una espesa, demasiada espesa, nube de humo.

Por las cenizas y su caída, nadie se preocupa mucho…

“La urgencia impone concentrarse en la extinción rápida de las llamas”. Lxs soldadxs del fuego que son lxs bomberxs están acompañados por nuevos aliados: drones, robots y militares. Solidez nacional y solidaridades europea e internacional; el salvataje de la catedral parece asegurado. Todas las miradas se dirigen al centro de la escena, donde se despliegan las acciones heroicas. El gris oscuro del humo se mete en todas las viviendas vecinas, donde algunxs niñxs se preparan para acostarse, en un detrás de escena olvidado. La Historia que habrá que recordar se desarrolla adelante; habrá que salvarla en las ruinas del “tesoro de la humanidad”. “Joyas del patrimonio mundial”, la catedral es “nuestra Historia”, el emblema del amor indefectible de Europa y su mundo por aquello que también es una función de la urna: la conservación.

Europa conserva, Europa protege. Europa se protege y protege a sus ciudadanxs de las transformaciones, mestizajes y cambios –climáticos, económicos (las famosas crisis), demográficos, pero también cambios estéticos–. Notre Dame se quemó: hay que reconstruirla lo más parecida posible a su imagen pasada, aunque requiera técnicas y materiales arcaicos y nocivos. Es urgente barrer las huellas del incendio y abrir la obra de “reconstrucción, restauración, restitución, conservación”. La urna no tiene que ver con “conservar” las cenizas; se decidió por la recaudación de moneda. Una función ya no tiene necesidad de ocultar la otra: a la gestión económica se le asocia sin rodeos la finalidad política. Con el tesoro salvado, lo que debe recuperar su brillo lo más rápido posible es el blasón del presidente francés. En algunas horas, Emmanuel Macron habrá pasado del temblor –ocasionado por la alocución que debía pronunciar como clausura del “gran debate nacional”– a la rigidez del jefe de Estado en torno al cual se organiza la solidaridad a escala nacional e internacional. Los disensos, los conflictos y las agitaciones creadas desde hacía meses por el movimiento de los Chalecos amarillos, pasan ellos también detrás de escena. Todo vuelve a estar en orden: la imagen está planchada, el canto unido, el pueblo nacional e internacional reunido.

Ante todo no temblar, juntxs hay que “marchar”. Marchar hacia la reconstrucción, no desviar la mirada de la misión a asumir, a costa de aplastar todo elemento capaz de volverla más lenta o hacerla retroceder. Firmeza, solidez, “sentido de las prioridades”: se halla la figura ideal para garantizar el avance de los trabajos en la persona de un jefe retirado del Estado mayor de la Defensa, el general Jean-Louis Georgelin. Él asegura que pretende asumir su función con la firmeza de un “jefe militar”. Bajo su autoridad –necesaria para lo que él mismo llama su “misión de combate”, a la que se alía la del ministerio de Cultura, responsable de la construcción– toda voz disonante es obligada a callarse. Se trate de la voz del arquitecto en jefe, de la voz de la inspección del trabajo que subraya los múltiples riesgos de una obra concebida a las apuradas, o incluso de las familias vecinas que, desde la tarde del incendio, les plantean a las autoridades cuestiones de orden sanitario.

Por las cenizas y su caída, nadie se preocupa mucho…

Se extinguieron las llamas y se encienden las antorchas. Se nos invita a quemar los cirios del gran duelo nacional que transformará la tragedia de esta velada de abril en ceremonia de vigilia colectiva. Cayó la noche, el incendio está controlado, representado, hecho leyenda. Un ligero olor a ceniza y humo se obstina en quedarse, pero ya hemos cerrado los postigos, los párpados y hemos hundido la cabeza en la almohada. Todo entra en un sueño plomizo. Esa noche, lxs niñxs que duermen en las viviendas del fondo de la escena soñarán en blanco y negro.

Lo que duerme a lxs niñxs ya no son los cuentos del vendedor de arena, sino lo que les dejaron las cuentas de los mercados bajo la forma de pequeñas partículas grises que aploman el sueño de lxs pequeñxs. Ya que con la madera del “bosque” y de la flecha que el mundo entero habrá llorado tanto, 400 toneladas de plomo se elevaron en el aire lleno de humo. Contenida hasta entonces en el techado, la sustancia clasificada como “cancerígena, mutágena y reprotóxica”, se infiltra ahora en los muros y paredes que quedan de la catedral antes de difundirse en la plaza y sus alrededores. Penetra en las habitaciones de lxs niñxs vecinxs, así como en las ropas, las narinas y las pieles de lxs obrerxs que, muy rápido, demasiado rápido, ponen manos a la obra en la reconstrucción del tesoro de la Nación.

Ante todo, no temblar, juntxs hay que obrar. Hay que restaurar la imagen de una Francia organizada, responsable, preparada para dominar todas las dificultades. Una Francia en plena salud, que cumple con la reconstrucción que el “jefe militar” Georgelin pretende acabar en los plazos que le ha fijado el presidente. Cinco años –una gesta–. O más bien: la gestión autorizada de medidas adecuadas a lo que ya no es solamente emergencia de Estado, sino Estado de emergencia. En julio se propone a la votación de lxs diputadxs una “ley de excepción”. Pretende “autorizar al gobierno a tomar por decreto medidas derogatorias de las reglas de administración vial, de medio ambiente y urbanismo”. Las de índole ambiental y sobre todo sanitaria –que evocan muy rápidamente la inspección laboral o de lxs especialistas de salud pública que alertan sobre los serios peligros de una contaminación de lxs trabajadorxs o de lxs vecinxs– son distorsionadas y devueltas hacia el mismo fondo borroso de la puesta en escena de la obra en construcción. De lo contrario, habría que proceder al confinamiento y descontaminación del barrio. Para llevar a cabo esas operaciones de manera segura, lxs trabajadorxs de la obra deberían vestir escafandras y así pondrían de manifiesto la presencia de un peligro. Lxs turistas, espantadxs, se estremecerían, interrumpirían su visita y dejarían de contribuir a los buenos negocios del distrito. Lxs promotorxs inmobiliarixs retiraría sus inversiones al ver que las escuelas cierran y que lxs niñxs son reemplazadxs por agentes de desinfección.

Tales ralentizaciones no entran en la rítmica del progreso, y menos aún en la cuenta de los años en los que se pretende terminar la obra. Cinco años, el tiempo de un mandato, el del presidente Macron, que se encontraría así bajo el signo de la reconstrucción, del retorno al prestigio, de la restauración. Se sepultan los planes sanitarios necesarios; se empiezan los trabajos lo más rápidamente posible; se barren, junto con las cenizas, los signos perturbadores, y se sofocan, bajo el canto tranquilizador del unísono nacional, las toces de lxs niñxs y los gritos de las familias que alertan sobre los primeros casos de saturnismo. Sin temblor alguno, el ministerio de Cultura, responsable de los espectáculos, hace que lxs donantes solidarixs provenientes del mundo entero visiten la obra en construcción para observar los impresionantes resultados de la urna mágica a la que contribuyeron. Los comercios continúan funcionando a pleno; lxs ricxs propietarixs se regocijan por la salud resplandeciente del mercado inmobiliario; todo un electorado está seguro, y todo un conjunto de elegidxs, a quienes inquietaba la agitación social de los Chalecos amarillos, recupera la calma. Vitalidad económica y victoria política –matrimonio sagrado de las boletas y los billetes–. Pero bajo un resto de ceniza que se quería olvidar, unx niñx sin sueño se pone a toser.

Unx niñx tose, diez niñxs tosen, dieciséis niñxs tosen, algunas familias tosen, lxs bomberxs tosen, las familias de lxs bomberxs tosen, lxs inspectores laborales tosen, lxs periodistas tosen, lxs agentes de mantenimiento tosen, lxs guardaparques tosen, lxs guardacostas tosen, lxs perrxs tosen, las palomas tosen, lxs manifestantes de chalecos amarillos, verdes o negros tosen, lxs policías que lxs bombardean con gas lacrimógeno tosen, las personas viejas tosen, el niño sudanés a quien le incautaron, junto con sus cosas, sus medicamentos contra el asma, tose, los gatos vagabundos tosen, lxs marinerxs tosen, los peces de los mares-prisiones y de los mares-cementerios tosen. Más que un pueblo, es todo un mundo, múltiple, mezclado, el que tose y crea una disonancia rechinante, tan insoportable al oído como la ceniza que pica a los ojos. Cerramos los párpados, tapamos las orejas y sellamos los tímpanos tras haberlos hecho explotar bajo los himnos cantados a pleno pulmón.

Mecida por la imagen tranquilizadora de las llamas domadas, Francia se duerme, Grecia se duerme, Europa se duerme, el mundo se duerme –pero otro mundo continúa tosiendo–. En una misma tos, en un mismo estertor, ese mundo mezclado ya hace que se encuentren pulmones de lxs niñxs contaminadxs y “pulmones del planeta” devastados. Después del bosque griego, comienza a quemarse la selva amazónica.

En el frente de la escena, los autores del drama distribuyen los papeles: el presidente francés, habiendo ganado el título de vencedor de los incendios (tanto de monumentos como de vidrieras quemadas por los revoltosos), da lecciones al presidente brasileño, que habría “quebrantado las reglas medioambientales” que Francia, por su parte, respetaría al pie de la letra. Unx niñx tose. Sobre las pantallas, se ve que desfilan las imágenes de los “bosques” en llamas: de la isla de Eubea al Estado de Mato Grosso, del bosque de Agrilitsa al tropical de Brasil, pasando por el que constituía el techado de Notre Dame. Unx niñx tose. Aparecen luego escenas de reunión en los lugares simbólicos donde los diferentes gobernantes han convocado a los pueblos a llorar juntos, por duelo nacional, la desaparición de los bosques, naturales o fabricados. Unx niñx tose. Por último, llegan los episodios de la extinción y la reconstrucción cuyas imágenes, desde el continente europeo al sudamericano, se reconocen como equivalentes. Mismo cielo lleno de humo agrietado por los aviones del ejército, mismxs soldadxs del fuego, mismxs “jefxs militares” y jefxs de Estado anunciando la salida de la crisis, los planes de salvataje y el retorno a la salud de las naciones y de su mundo. Unx niñx tose. “Reconstruiremos esta catedral”, dice el presidente Macron. Y mientras que el gobierno “solidario” llora la pérdida de los árboles griegos y brasileños, mientras condena a quienes los sacrifican en nombre de la economía, sonríe al ver depositados, sobre la plaza contaminada, 1300 robles centenarios que extrajo Groupama de las 20.000 hectáreas de bosque que las “aseguradoras creadoras de confianza” poseen en el Eure. Unx niñx tose, diez niñxs tosen, centenares de niñxs tosen y, desde su noche sin sueño, velan. Velan y ven todo lo que lxs organizadores del drama barren a los costados.

*

Allí donde, desde el centro de la escena, solo se percibe en la ceniza un signo de detención a ahuyentar so pena de ver temblar la marcha hacia la victoria, lxs pequeñxs centinelas que mezclan su respiración enrarecida con la de los bosques perciben en las cenizas posibles comienzos. Si su salud fragilizada por el humo, el plomo y las contaminaciones no les permite entonar a “pleno pulmón” el canto conquistador de la nación, les abre la vía hacia otras formas de inspiración. Se les insuflan otras historias. Provienen de un punto de cruce improbable entre los espíritus de los bosques –tal como habitan la memoria incendiada de los pueblos autóctonos de la Amazonia– y las mitologías que continúan enganchando, en las ramas de los árboles, las ancianas griegas. Esas leyendas cuentan que las cenizas no son tanto lo que hace falta retirar, sino lo que conviene aportar a los suelos dañados con el fin de que puedan acoger otra vez cultivos nuevamente generadores. Ni innovación ni renovación (a lo que se consagran los ministerios a cargo de una Cultura de la novedad siempre-ya museificada), los nuevos cultivos ligados a las cenizas esparcidas necesitan nuevas narraciones. A las cartografías plurales que ellas generan, les hacen falta leyendas a la vez inéditas e inactuales que produzcan lo “nunca visto” con los susurros legendarios nunca oídos.

Recobrar hoy numerosos relatos pasados no compromete a lxs niñxs que velan a remontar hacia una Historia que no tienen. Tanto de un no-tener patrimonial, como de un no-tener fisiológico –“tienen una falta de respiración”–, ellxs hacen un posible, una potencia de ver otra o de ver con lo otro. En el fondo olvidado de nuestras urnas colectivas, captan fábulas alternativas, dramaturgias temblorosas que sus móviles proyectan sobre las paredes de sus habitaciones a la manera de un teatro de sombras. Lxs personajes figuran en blanco y negro, pero su gris no remite al polvo de un documento que da testimonio de un pasado perdido. Es el gris de nuestro tiempo, el gris de un presente de cenizas donde, al juego binario de los dos no-colores, se alían una multitud de tintes improbables que escriben algunos relatos, en el cruce del olvido y lo desconocido. Con ellos, no se trata de contraer una herencia perdida, sino más bien de dejar hablar a aquello que, sobre la placa sobrecalentada de nuestra tierra incendiada, estamos contrayendo. Es decir, lo que se está mezclando en el mismo momento en que corre el riesgo de arder.

Mediante la improbable alianza que se teje entre pulmones dañados, el niño que tose en su ventana de la isla Saint-Louis se encuentra con las memorias enganchadas a los pinos de la isla de Eubea, que conducen ellas mismas a los mitos de lxs habitantes secretos del “pulmón del planeta”. A lo largo de un sueño que ya no es mecido por la arena, sino por las polvaredas de los humos, se despliega un atlas híbrido, nómada, multicultural y multiespecífico cuyos cuentos relatan cantidad de formas de vidas contrariadas. Estas no tienen nada que ver con las contrariedades que el niño veía exhibidas en los rostros que contemplaban Notre Dame en llamas. Aquí, lo contrario, lo heterogéneo que hace temblar, es motor de vida antes que amenazas a repeler. Los modos de existencia generados ya no operan por reproducción de lo mismo, sino por llamado de la contradicción: la ceniza llama al agua. El suelo agrisado acoge a su contrario, así como a aquellxs a quienes el mar conduce a tierra como una alteración milagrosa y no como una alteridad peligrosa. Ya no se erigen fronteras para separar y proteger a lo mismo, sino conductos preparados para dejar pasar las extrañezas. Otrxs humanxs, otrxs vivientes, otras vivacidades de lxs no-vivientes que perduran en las creencias, en el devenir-espíritu de lxs muertxs o en las memorias que se transmiten para que los pasados no pasen. Sin la intrusión de alteridades que valgan por alteraciones, pero también por aireaciones, la tierra solo puede implosionar desde adentro. A fuerza de no dejar entrar nada, termina por consumirse. La solidez no es el signo de una salud que hay que recobrar, sino la condición de un mal que corre el riesgo de consumir todo. Catatonia telúrica y autoconflagración.

Mientras que la comunidad de expertxs diagnostica la catástrofe, establece el plan de salvataje y apunta hacia el regreso a la estabilidad; mientras responde, a la decadencia y al final observado, a través del fin que hay que poner (“hace falta poner término a esta crisis”), las articulaciones de los contrarios proponen bodas ilógicas entre fin y comienzo que solo permiten continuar hablando y respirar. A la kata-strophe sobreexpuesta, que significa detención del canto y final de la palabra, los ilogismos responden mediante la apertura de un espacio al lado del silencio impuesto, trabajando el lenguaje de las contradicciones. Ya no se trata de “reaccionar” a los hechos, sino de adelantarse a las dramáticas establecidas: derramar, sobre una tierra alterada, no el agua redentora que la salvará de la descomposición, sino la ceniza que transporta el signo de esa alteración por venir. Signo de crisis y de final, pero también signo viviente, vida del sentido aportado. La inversión mágica de los tiempos que coloca el después en el antes y la muerte en la vida transforma la cualidad de los elementos. El agua ya no es lo que debe suministrarse con urgencia para extinguir las llamas, sino lo que se alía, en la duración del tiempo, a la posibilidad de un devenir-fuego de la tierra y de los bosques que ella cuida de manera anticipada. Solidaridad ecológica, absolutamente terrestre, que sostiene y es sostenida por un mundo completamente distinto que el de las solidaridades político-económicas.

Por las cenizas y su caída, aquí nos preocupamos…

Frente a las llamas que devoran los bosques, lxs niñxs griegxs, brasileñxs, francesxs, son conminadxs a tragarse su tos y callar su estertor. No hablan, es cierto. Pero en realidad no dejan de significar en todas partes y todo el tiempo. Antes que los gritos de denuncia de sus familias escandalizadas o los alegatos de lxs “defensorxs” de lxs menores, ellxs prefieren el sin voz y sin vociferación de una lengua misteriosa, que se aprende en las cenizas y el mundo contrariado. Varixs se ponen a tararear y a gesticular produciendo sonidos que hacen sentido de otro modo. Regularmente, de día como de noche, se detienen en el lugar para girar en círculo. Catatonia infantil y revolución.

Lanzan una señal una pequeñita de 2 años, un pequeño de 4 años, una adolescente de 16 años… Hay un “trastorno en el comportamiento”, “lxs niñxs están enfermxs”, se dice. La contaminación por plomo que habrán sufrido varixs pequeñxs durmientes del rico distrito parisino los une, desde esa noche, con cantidad de otrxs niñxs que, un poco por todas partes en el mundo, han sido llevadxs a respirar la sustancia tóxica. Por lo general, se la encuentra menos en los inmuebles ricos que huelen limpios y frescos que en viviendas vetustas, o en el “déficit habitacional” de las ciudades transformadas en asentamientos, basureros y campamentos. Sin embargo, aquí como allá, ya no hay sueño, pero queda plomo. Considerada como lo propio de las viviendas en riesgo y de los barrios desfavorecidos, la “precariedad habitacional” ya no respeta las propiedades cuando se trata de infancias saqueadas. En la ceniza de la incineración de desechos o bosques, se producen algunos vínculos improbables entre habitaciones de niñxs diferentes, pero que respiran igual. Lxs pequeñxs centinelas sueñan despiertxs en paisajes contrariados, inspiran fragmentos de mundo consumido y expiran al ritmo de los árboles quemados. Son todxs singulares, pero al mismo tiempo y a lo largo de múltiples conexiones, forman una comunidad de extrañezas.

A los ojos de lxs promotorxs de la salud individual y colectiva, lxs niñxs enfermxs son consideradxs como siempre-ya extranjerxs. Sin embargo, no hacen de dicha calificación una identificación a reforzar, sino una cualidad de existencia. No buscan la unidad y la “mismidad”, sino que incesantemente articulan diferencias y composición de un común no-como-Un. Son extranjerxs entre sí –en términos de procedencia, clase, lenguas, creencias…– y sin embargo se hablan más allá del “sí mismo” de una humanidad cerrada. Lxs niñxs “enfermxs”, lxs niñxs “extranjerxs”, lxs niñxs que, porque juzgados aparte, no participan en ninguna discusión colectiva, en ninguna representación admitida en el seno de una Cultura limpia y cuidada, esxs niñxs, esos “pibes, ahí”, que se encuentran al borde de nuestro mundo, continúan conversando con la tierra, los mares, los astros y los sueños. Mucho antes de que las nuevas antropologías del presente ampliado comenzaran a interesarse en los mundos multiespecíficos, mediante sus dibujos y sus canturreos señalaron modos de acceder a ellos y de existir en ellos. Como telón de fondo de nuestras visibilidades, ese pequeño pueblo de agrimensorxs-fabuladorxs no dejó nunca de trazar el mapa de un mundo posible, cuya leyenda es su secreto. Ahora bien, en las sociedades del progreso, preferimos pensar que los secretos están encerrados en lo más profundo de las urnas.

Hubo un tiempo en que esxs niñxs “enfermxs”, que hablan una lengua extraña, eran lxs primerxs en ser consultadxs. Palabras de oráculo, palabras de profecía, palabras “locas” que traducían lxs autorxs de poesía más que las autoridades políticas: desde su extrañeza, eran incluidas en la colectividad, indispensables para su salud. En el tiempo de lxs expertxs y las “agencias de salud”, donde las profecías se traducen en programas y planes y donde los secretos se llaman mentira de Estado y negación de responsabilidad, lxs niñxs son negadxs. Se los devuelve a un silencio de plomo. Ciertamente, de la plaza de Notre Dame de París a los poblados que bordean el bosque griego de Agrilitsa, pasando por las ciudades del Estado de Amazonas, se elevaron algunas voces para protestar, denunciar, dar testimonio en nombre “de las víctimas” de quienes se nombran portavoces. Padres, madres y adultxs involucradxs tomaron la palabra por lxs niñxs enfermxs pero sin escuchar sus inspiraciones de otras saludes. Diagnosticaron la crisis prolongándola mediante un habla crítica que pretende revelar, en la figura del experto y los planes de salida de la crisis, al responsable de las enfermedades de la época. La serie de “escándalos sanitarios” que, desde el mes de abril, dio a luz la desastrosa primavera de las contaminaciones y los regresos de epidemias –del saturnismo al coronavirus– parece dar la razón a los críticos. Pero justo al lado de esta razón cuya propiedad reclaman, se eleva otra lógica, de los sentidos y de la sensación, que habrán contribuido a exterminar por no haber escuchado antes de hablar. En el centro de la representación legítima, no se lo ve ni se lo oye; pero en sus márgenes, un murmullo ronco se propaga a la manera de un virus benefactor.

Al lado de la negación que calla las toses –pero también de las críticas que, enunciándose en el registro de la kata-strophe, participan en el mismo recubrimiento, ahí, justo al borde de la binaridad tajante de la oposición– se transmite una lengua contraria, una lógica post- o pre-crítica. Si ella habla de los males a curar, lo hace de otro modo que inscribiéndolos en la dramática de lxs muertxs por venir –que sigue, por su parte, la línea trágica y fatal de la condena–. En la articulación paradójica de las leyendas y los tiempos, esta lengua viral cuenta la fábula de las vidas que, desde el comienzo, rozan la desaparición. Ellas nacen infectadas, alteradas por los humos y los virus secretados por un mundo contaminado; pero también hacen nacer otra voz y una vía diferente de la mera queja de lxs “enfermxs”. Ellas existen, y a la manera de un alegato silencioso, inscriben en el presente maneras de vivir con la enfermedad. Lxs niñxs “extrañxs”, en especial quienes fueron diagnosticadxs “con trastornos”, autistas o Asperger, entienden siempre las consignas “un poco de costado”. En el silencio impuesto, responden a través de un habla repetida, que cierra el tiempo y hace del final un comienzo. Detención y repetición, catatonia infantil y revolución.

*

Este verano, como el anterior y el siguiente, el aire está caliente. El cielo ardiente de un julio veraniego en Francia se transformó en tierras y bosques quemados en Grecia. Los suelos y las pieles comenzaron a calentarse desde el mes de abril. El verano comenzó demasiado temprano y terminó demasiado tarde. De hecho, todavía no terminó. Las estaciones se dislocaron. De enero a diciembre, sin interrupción, se continúa y continuará notando que hace calor, mucho calor, demasiado calor. La tierra empieza a arder un poco por todas partes sin que eso tenga más efecto que las vidrieras calcinadas o las vidas asesinadas e incineradas con total impunidad. Los gobiernos de una Europa policial, que mata en las fronteras haciendo desaparecer los cuerpos en el mar, volvió inmundo el mundo. La Tierra parece un desierto donde se pierde tanto la variedad de lo no-humano como el poblamiento de lxs pequeñxs humanxs. La ira y la indignación vienen a reforzar el calor y las sofocaciones. Los rostros están rojos, demasiado rojos, todo va a explotar. Sin embargo, todo parece continuar. La puesta en escena de las catástrofes y su resolución prosigue; el drama bien orquestado mantiene su público pasivo y azorado. Muy pocxs espectadorxs notarán, en el fondo de la escena, lo que comenzó a moverse a destiempo, a desafinar la letanía de los fines que había entonado el proscenio. Pequeñas articulaciones de sonidos y toses están invirtiendo la kata-strophe en estrofas improbables de un poema milagroso.

Para percibir esas presencias disonantes hay que ser un poco miope y sacar provecho, mediante una presunta falla visual, de una capacidad de invertir los planos. Hace falta asumir la mirada un poco enferma que ve lo pequeño en primer plano y percibe la frágil partícula de ceniza en el centro de las llamas rojizas de los incendios. A partir de esa miopía reivindicada, unxs cuantxs caminamos y en ocasiones miramos, oímos y conversamos con lxs niñxs.

Soy miope de nacimiento y jamás supe mirar donde hacía falta. Muy tempranamente se me diagnosticó un “estrabismo divergente” por lo que –o gracias al que– solo puedo ver mirando de reojo. De pequeña dejaba mis gruesos anteojos en mi pupitre pues en lugar de su corrección prefería mis propias invenciones posturales, mis maneras de ajustar, de plegar, a veces incluso de torcer mis ojos con el fin de ver desde y con mi falla visual. Jamás miraba realmente donde “todo era digno de verse” según lxs adultxs. No poder ver de manera correcta puede volverse también potencia anárquica de visión: la miopía invierte la archè, la organización lógica de los planos que coloca lo grande delante y lo más pequeño en el fondo. A partir de estos ojos enfermos, esta mirada “delirante” que pone lo contiguo en el centro, el atrás en el primer plano, deseo mirar y transcribir en este libro extrañas escenas de niñxs.

Entre ficciones y observaciones de costado, se tratará de retomar varias escenas significativas de nuestro tiempo, contorneando y contorsionando su representación habitual. En este retorcimiento no pretendo hallar la nueva autoridad de quien, al ver de otro modo, vería mejor que cualquier otrx. Más bien encontré, a lo largo de estos mirares defectuosos y temblorosos, varixs aliadxs con quienes me gustaría hablar. Así, antes que pretender ser portavoz de lxs niñxs infectadxs y hablar una vez más “por ellxs” pero “sin ellxs”, intento dejar que hablen en nosotrxs, de nosotrxs. Hablar no de adultx a niñx, sino de infancia a infancias. Esto puede comenzar por la elección de una lengua que se autoriza extrañas articulaciones y que hace de las alianzas de contrariedades no solo aquello de lo que habla, sino también la modalidad de ese hablar. En las páginas que siguen, hablar con lxs niñxs fragilizadxs implica ejercitarse en la escucha de sus ensambles improbables, pero también en el prolongamiento imaginario de lo que fabrican en el telón de fondo de nuestras representaciones. En especial puede permitirnos revisitar las escenas de conflictividades, divisiones o desmantelamientos recientes y reales. Escenas de luchas y momentos políticos, de hecho es el espacio-tiempo de lxs “grandes” y las “experiencias de adultxs” las que recobraremos desde el punto de vista de aquellxs a quienes jamás se incluye sobre el plató de las acciones, pero que no cuesta encerrar en el de las pasiones. Lxs niñxs padecen, son “afectadxs”, “impactadxs”, “víctimas” de las acciones de lxs mayores. Las dramáticas establecidas nunca les dejan otro lugar que aquel donde se almacenan las “cenizas” de los actos representados, dicho de otro modo, el lugar de los desechos. Pero a partir de ese gran reprimido por nuestras imaginerías limpias y educadas, lxs especialistas de las cenizas fabrican su material de invención, acción y percepción con el cual nosotrxs, adultxs más o menos niñxs, podemos volver a tonificar nuestras lenguas y nuestras visiones.

La apuesta de “hablar con lxs niñxs” no se inscribe en ninguna lógica de “salvataje”, de reparación o de dar voz a lxs sin voz. Se trata menos de un recentramiento y más de un desplazamiento, de una salida del orden establecido y del establecimiento de atribuciones que bajo la etiqueta de “víctimas”, “sometidos”, “minorías”, hacen desaparecer las singularidades. Ya no hablar en el campo de lo razonable, sino en el de lo posible, seguir las fórmulas mágicas como las historias milagrosas que se pueden soñar con lxs niñxs. Fabular con sus fábulas y no pretender interpretarlas o explicarlas para poder curar a los pequeños espíritus, a las pequeñas vidas a las que se considera perturbadas, alteradas, delirantes… Las páginas que siguen se colocan entonces en el cruce entre experiencias y delirio imaginario, entre el análisis y la leyenda tomada en su doble función: la de permitir que una situación sea leída cambiando su medida y a la vez la de permitirse la desmesura de lo legendario. La cifra abstracta se ve entonces reemplazada por lo concreto de los rostros narrados, el diagnóstico se transforma en relato de los posibles y la dramática (im)puesta se metamorfosea en una serie de dramaturgias alternativas. Más que por y para la puesta en orden de los mapas políticos, las leyendas que se enuncian desde la imaginación de niñxs de miradas desfallecientes y respiración imperfecta comienzan por desordenar. En la exposición de otros ensambles, no cesan de fragmentar los bloques de sentido y de recomponer hipótesis sensibles y sentidas a partir de articulaciones aparentemente paradojales y contradictorias.

En el cruce entre la filosofía y la dramaturgia, entre el estudio situado y la especulación que genera narraciones alternativas, una lengua doble se entrena en la invención de nuevas fabulaciones del presente. Se trata de tomar en serio las fábulas, y quizás incluso considerar que no puede haber habla seria, habla consecuente, si no es en modos de exposiciones que creen consecuencias y efectos. Aún si estos se efectúan en el campo de la imaginación, de la alteración de las sintaxis necesarias por el hecho de que sostienen un mundo común y no como Un. Las fábulas son generadoras de consecuencias por el hecho de que, por un lado, actúan diciendo (contarle la historia de unx niñx a alguien es activar en este último una potencia de imaginación y una acción de composición que le permite percibir a esx posible niñx) y, por otro lado, de que solo lo hacen distribuyendo al mismo tiempo los planos y cualidades de lo que se llama “acción”, ampliando los contornos de la comunidad reconocida de los actantes. Esto las distingue de las otras “palabras que actúan” a las que se llama “enunciados performativos”. Ya que mientras que estos últimos hacen del hablante un actor –hace lo que está diciendo como en las fórmulas “yo juro”, “yo te pido”–, la fábula actúa más allá de su enunciador. Actúa en el “entre” de quien habla y quien escucha, en el intersticio donde se aloja el acontecimiento de sentido cuyos dos polos, tanto hablante como oyente-vidente, son constitutivos y por lo tanto actores en igualdad. Pero aquello de lo que son actores –y allí reside toda la singularidad del modo de acción de la fábula– no precede a sus actos: no son lxs agentes de una dramática dada, en la cual cada unx cumpliría un rol y una función. Su acción cruzada proviene de (y actúa o crea) ese “entre” de la fábula que es también el sitio mismo de la experiencia. Es decir, de lo que pertenece tanto al autor como al lector y que solo existe bajo la condición de lo otro, pensado en ambas direcciones. La fábula es actuante y restituye la acción fabulatoria en el sentido tomado de un aliado y compañero de ruta, Gilles Deleuze.

Deleuze, así como Jacques Rancière, otro compañero, observa los efectos de la función fabuladora esencialmente en el campo de la literatura o el cine. Ella se muestra ante todo en “el acto de habla”. Esta palabra que actúa no lo hace bajo el modo performativo que viene a pegar el acto con el decir. Lo hace según una modalidad que abre un espacio –o más bien: que abre el espacio y reabre el tiempo–. Para Deleuze, un caso ejemplar de esta función de fabulación es el trabajo del cineasta quebequés Pierre Perrault. Lxs personajes de sus filmes se parecen a nuestrxs niñxs, que respirando con las cenizas conspiran con los desechos y con todo lo que la gran Narración ha rechazado, y no buscan enmendar la Historia de la que están ausentes. No buscan nada, hacen. Con fragmentos de memorias rotas, fabrican sus ficciones alternativas y sus fabulaciones. Lxs protagonistas del cine de Perrault, sobre todo lxs surgidxs de los pueblos autóctonos que muestra el docuficción Pour la suite du monde, actúan como si ninguna historia les precediera. Desde luego que la Historia está, pero ellxs no estaban en ella, salvo bajo la identidad asignada de “lo oprimido”. Esta identidad les falta, tanto singular como colectivamente, y ante todo hace de su pueblo “un pueblo que falta”. Poder contar, poder existir reconociéndose como distintivo, como actor de una inscripción que despliega también su historia, no exige una reparación de parte de los Autores que son autoridad, sino una manera de contar de otro modo.

Hace falta reescribir, reescribir un pasado y un posible, no reclamando a los detentadores del relato dominante que por fin les den un lugar a las minorías, no recordándoles la lista de los incumplimientos sufridos, sino apelando a otra forma de rememoración que es “la memoria fabulosa”. Perrault nombra con estos términos una memoria volcada hacia el presente y el futuro más que hacia el pasado. Una memoria hinchada de pasado-presente, cargada de un pasado que agita la representación dada de la Historia al tiempo que genera las potencias y posibilidades de contar otra historia: la del pasado de un pueblo que debe llegar. Ese pueblo jamás existió como tal, y es por eso que la memoria que está preñada de él es, de entrada, fabulatoria antes que conmemorativa. Es una memoria fragmentaria, que se sostiene sobre la potencia de cada unx de los involucradxs, que “aplastado por la historia, desencadena la función fabuladora. ¿Qué es la fabulación? Es el llamado a su pueblo”. Si dicho llamado es considerado como fabulación más que como reivindicación, si es acto poético más que discurso ideológico o procedimiento jurídico, es porque convoca otra comunidad distinta de la sociedad existente, y otra política distinta que la de la colectividad disciplinada que procede a la repartición de los lugares y las funciones. “Ese pueblo existe, sí, pero existe fuera de la historia, existe fuera de lo vivido. ¿Dónde existe entonces? Existe por el hecho de que hay que inventarlo, las dos cosas a la vez. ¿Cómo se inventará? La memoria fabulosa”.

Sobre todo, lo que cuenta es que Perrault (y con él, Deleuze) no considera esta función fabuladora como propia de quien se sitúa en el nivel de lxs fabuladorxs: autor, cineasta. La percibe del lado de lxs personajes que logran existir ante los ojos de lxs demás –ante los ojos de los pueblo asentados incluidos en la Historia, presa de una sintaxis que no supo dar lugar a la singularidad de ese pueblo y de sus miembros–. Esos pueblos siempre han sido y siempre serán “oprimidos”, por la mirada del otro y la ficción propuesta por el otro – “aplastados por la historia”, aplastados bajo la identidad–. Todo debe comenzar entonces por otra atención, por la elección de una escucha y de una mirada “ajustadas” a lo que pueden decir, mostrar y hacer ser los sujetos de nuestras narraciones. Los “heridos”, las “víctimas” de la Historia que son lxs niñxs enfermxs –de la isla Saint-Louis a las islas griegas de Eubea o de Lesbos adonde se encuentran condenadas las pequeñas vidas de unxs “menores aisladxs”, pasando por los islotes recluidos de los suburbios mundiales que un buen día comienzan a quemarse– siempre son “más” de lo que dejan ver tanto sus negadorxs como sus defensorxs. Y ese “más”, ese suplemento es el del acto de fabulación a través del cual se recobra no solamente todo un pueblo de niñxs, sino también un poblamiento del mundo que jamás se mira desde el punto de vista perturbado al que da inicio. Esxs niñxs, aplastadxs por todo un patrimonio de dramáticas, no se volverán los “héroes” de un nuevo drama que la filósofa o la artista vendría a proponer aquí. Existen como aliadxs de la dramaturgia alternativa que intenta inventar ensambles heterogéneos, articular los contrarios, y componer así la fábula de un mundo entreverado donde lxs actores y actrices, iguales sin ser equivalentes, son siempre más numerosxs y diversxs de lo que se piensa.

Nos hace falta una fábula, algunas fábulas para la continuación del mundo, para un mundo que siga siendo mundo. Esa fábula, que se trama en las cenizas, es ella misma una continuación: viene después. La atención que la vuelve posible no parte de un modelo de verdad; se modela y se ajusta sobre los trazos de las infancias que retoma y prolonga. Todo comienza entonces por una escucha y una mirada de reojo, tal como la sostienen los ojos de quienes solo ven con la condición de ver mal, de alterar el ver para abrir nuevas zonas de visión. Ver de manera anormal, fuera de norma, fuera de cuadro, es también poder hacer que una mirada insista, hacer que desborde o exagerarla dejando que la habite el suplemento por el cual ver mal corresponde sobre todo a ver más. Mirar demasiado tiempo, como nos invita a hacerlo Deligny en los primeros minutos de Ce gamín, là, cuando nos obliga a mirar fijamente “al niño autista” de la misma manera que el niño mira fijamente, con una intensidad incomprensible, la bolita de arcilla que tiene en la mano. Mirar a ese niño fuera de norma superando la norma del tiempo concedido al examen razonable de un paciente, es también ofrecerle el lugar de actor y, sobre todo, de autor. No autor de una contra-representación, sino más bien de lo que depende de una redistribución de las coordenadas del espacio y el tiempo –coordenadas, por lo tanto, de la experiencia–. La recomposición de una experiencia es lo que llamamos dramaturgia y acto fabulador.

En esa mirada que insiste, ese pibe, ahí, nos propone una fábula para la continuación del mundo. Lo hace en la humildad de una proposición antes que en la fuerza revanchista que, por fin, vendría a dar la lección correcta. Todo se escribe según el registro de lo potencial y lo posible, mucho más que de lo necesario y demostrado. Las escenas volverán a ponerse en movimiento a continuación de esta proposición fabuladora que reabre lo posible. Hay todavía mucho para ver mientras vemos, no “más”, sino apenas de otro modo. “E iba a hacernos verlo, ese pibe, ahí, que la Tierra no giraba tal vez, en el sentido correcto”.

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